El edicto de expulsión de los judíos de 1492

 

Quizá por aquel refrán sobre la alteración de la sangre, el comienzo de la primavera parece históricamente propicio para expulsiones. Si al inicio de esa estación de 1767 Carlos III firmaba el decreto que obligaba a los jesuitas a dejar los dominios españoles, más conocida y polémica fue otra marcha forzada que ordenaban los Reyes Católicos exactamente 275 años antes, el 31 de marzo de 1492, por el Edicto de Granada (también conocido como Decreto de la Alhambra): la imposición a los judíos de abandonar los territorios de las coronas de Aragón y Castilla.

El texto se encargó al inquisidor general Tomás de Torquemada, quien basó la justificación de la medida en los delitos de usura y "herética pravedad" (es decir, mal ejemplo, incitación a los conversos a retomar su anterior fe). El propio edicto reseña que se tomó la decisión por el problema de los falsos conversos: mientras el judaísmo mantuviera su culto sería un estímulo para apostatar, sin que la Inquisición resultase lo suficientemente disuasoria, pese a la dureza de los autos de fe que siguieron a aquel primero celebrado en Sevilla en 1481
 
Torquemada convence a los Reyes Católicos para expulsar a los judíos. Cuadro de Emilio Sala (dominio público en Wikimedia Commons)
 
Sin embargo, hasta entonces, la Corona había mantenido hacia los judíos una actitud benevolente y protectora, contrastando con la intolerancia popular. Esta última se inició con la subida al trono de Enrique II de Trastámara, que supuso la ruptura de la relativa tranquilidad que hasta entonces disfrutaban los hebreos peninsulares frente a los europeos. Desde el siglo XIV, la comunidad pasó a ser causa-efecto de frecuentes disturbios -con especial resonancia de los pogromos de 1391- por una combinación de motivos socioeconómicos y culturales, prejuicios y leyendas, todo lo cual agravaba las dificultades de asimilación. 
 
La situación se fue calmando gracias al éxodo rural, las conversiones masivas -que generaban desconfianza- y medidas represivas como la obligación de llevar distintivos -al igual que los mudéjares- o la proscripción del acceso a ciertos cargos para quienes no fueran cristianos viejos. Pero, a mediados del siglo XV, las dificultades derivadas de la guerra sucesoria en Castilla -empobrecimiento, hambre, epidemias- provocaron nuevos estallidos de violencia. Los reyes trataron de reconducir las cosas en 1480, recluyendo a las comunidades hebreas (y a las mudéjares) en sus aljamas y cambiando el estatus abierto que éstas tenían hasta entonces. Pero tampoco la segregación sería suficiente.
 
Asalto a la judería de Toledo, obra de Vicente Cutanda Toraya (dominio público en Wikimedia Commons)
 
De hecho, tanto en la corte castellana como en la aragonesa había un un buen número de judíos y conversos ocupando puestos importantes, de los que quizá los más famosos sean Abraham Seneor, almojarife (tesorero) mayor de Castilla; su socio Isaac Abravanel (que colaboró en la financiación del viaje de Colón); Alfonso de la Caballería Estrada, vicecanciller y presidente del Consejo de Aragón; Gabriel Sánchez, tesorero del rey Fernando; y su suegro, Luis de Santángel, prestamista casi oficial de la Corona Aragonesa (y apoyo fundamental también de Colón en su aventura ultramarina). Pero eran más: Vidal Astori, Mayr Melamed, Abraham, Vidal Benveniste... 
 
En realidad, había precedentes de la expulsión. No sólo en el resto de Europa sino en los propios reinos peninsulares, pues se emitieron dos órdenes parciales de destierro en la Baja Andalucía (1483) y en las diócesis de Aragón y Teruel (1486). Obedecían éstas a razones locales y únicamente implicaban traslado de domicilio, no destierro extrapeninsular, pero se pueden considerar un prólogo de lo que llegaría luego de forma generalizada, pues tras el edicto de 1492, los Reyes Católicos presionaron al Reino de Navarra y al de Portugal para que también expulsaran a sus comunidades hebreas; hasta ordenaron a su embajador en la Santa Sede que manifestase al Papa su extrañeza por dejar entrar en la Ciudad Eterna a muchos de los que abandonaron España.
 
Expulsión de los judíos de Portugal en 1497, obra de Roque Gameiro (dominio público en Wikimedia Commons)
 
El edicto tuvo dos versiones: una para Castilla, que firmaban ambos monarcas, y otra para Aragón que sólo llevaba la firma de Fernando; la segunda era más dura, con alusiones insultantes para los judíos, lo que junto al decidido impulso al restablecimiento de la Inquisición que dio el aragonés (la propia Isabel le habría dicho a Abravanel que "el Señor ha puesto ese pensamiento en el corazón del rey"), induce a pensar que la reina se vio presionada por su marido y por Torquemada. Cabe aclarar, sin embargo, que posteriormente se aplicó la primera versión del documento a ambos reinos. 
 
Las condiciones, empero, eran las mismas: aplicación universal sin distinguir edades o procedencia; expulsión definitiva excluyendo posibilidad de retorno; tiempo de cuatro meses para irse so pena de muerte (se ampliarían a cinco); confiscación de bienes; prohibición de llevarse monedas, oro, plata, armas y caballos; y advertencia a toda la población para que no ayudase a ningún judío a ocultarse y, por contra, colaborase con las autoridades en la ejecución de la orden. 
 
Copia simple, sin firmas ni sello, del Edicto de Granada (Archivo General de Simancas)
 
En el plazo indicado (que fue necesario prorrogar diez días) los afectados debían vender sus propiedades, pero cobrándolas en letras de cambio o en especie, salvo que aceptaran convertirse al cristianismo. La mayoría optó por marcharse y, en general, las conversiones se limitaron a sectores acomodados, causadas sobre todo por la falta de tiempo para deshacerse de sus bienes. Cuenta Andrés Bernáldez en su Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel que "davan una casa por un asno, e una viña por poco paño o lienço". Hay noticia de que alguien se tragó una treintena de ducados y, al parecer, las mujeres eran especialmente dadas a ese tipo de ingestión. 
 
Pese a que el edicto los mantenía bajo protección real en ese lapso y advertía de castigo para quien la infringiera, los abusos aprovechando las circunstancias resultaron inevitables. No obstante, algunos recibieron el privilegio de poder llevarse sus bienes, caso del citado Abravanel, y otros sobornaron a los funcionarios para ello. El impacto económico de la salida fue fundamentalmente local, menor que el que produciría la expulsión de los moriscos en 1609, dado que al no formar parte del reino sino ser únicamente moradores, los hebreos no podían tener tierras en propiedad -sólo su uso- y, consecuentemente, no pagaban impuestos directos en las ciudades, villas y merindades. 
La gran marcha, ilustración de Rose G. Lurie hecha en 1931 (dominio público en Wikimedia Commons)
 
En otras palabras, se fueron los más pobres, de ahí la escasa incidencia en la economía y, contra lo que se dice, el poco provecho que la expulsión suponía para los monarcas, ya que perdían las rentas indirectas que percibían de la comunidad judía, la cual estaba bajo su jurisdicción directa (servi regis). Bernáldez cuenta que incluso se desarrolló una campaña evangelizadora en aljamas y sinagogas para intentar conversiones que evitasen el exilio y los consecuentes problemas administrativos, pues a menudo, los judíos tenían sus capitales puestos en censos enfitéuticos (una especie de arrendamientos vitalicios que en Aragón se denominaban treudos). La iniciativa tuvo poco éxito en primera instancia; no obstante, según Fray Alonso Fernández, "muchos se volvieron del camino, y aun de donde fueron, y recibieron la fe de Christo (...), algunos con llaneza y otros por acomodarse con el tiempo y valerse con la máscara de la Religion Christiana. Otros volvian desde los caminos y pedían el bautismo suplicando se les diesen sus haciendas y raices...".  En Palencia, añade el fraile, se convirtió toda la comunidad.
 
Es imposible saber cuántos se fueron al final porque no hubo un registro oficial y los censos no solían contar individuos sino familias. Basándose en que la población total española rondaría los siete millones de habitantes y que las bajas sufridas por la comunidad judía durante las seculares persecuciones más las conversiones habrían rebajado su número, Dominguez Ortiz calcula que el número de judíos estaría muy por debajo del medio millón. Henry Kamen, a partir de las rentas  de las comunidades, rebaja la cota a poco más de 80.000 (70.000 en Castilla, 9.000 en Aragón, un millar en el Reino de Valencia, 250 en Navarra). Luis Suárez da un dato similar: entre 70.000 y 100.000, repartidos por algo más de dos centenares de aljamas de densidad muy diversa.

Rutas de la diáspora judía sefardí tras la expulsión (Caminos de Sefarad. Red de Juderías de España)

Bernáldez proponía que dejaron  la península 30.000 familias de Castilla y 6.000 de Aragón, lo que supondría unas 180.000 personas. Algunas cifras son desmesuradas, como las de Fernández Navarrete o las de Mariana, que hablan de 2 millones y 170.000 casas respectivamente. Haciéndose eco de este último, José Antonio Llorente reseña 800.000 almas. Los historiadores actuales opinan que la mayoría optó por quedarse; Joseph Pérez estima en unos 50.000 los exiliados, mientras que los estudios de Carlos Carrete y Miguel Ángel Ladero sitúan los guarismos entre 70.000 y 100.000, mayoritariamente castellanos, si bien porcentualmente Aragón perdió nada menos que un tercio. 

Además, hay que tener en cuenta que en ese mismo 1492 se permitió el regreso a los llamados tornadizos, aquellos que aceptaran bautizarse; según Alonso de Santa Cruz eran muchos y el número fue creciendo, por lo que en 1497 se decretó que debía hacerse ante notario y con testigos, nada más cruzar la frontera, para asegurarse de que las conversiones se llevaban a cabo realmente. Julio Caro Baroja ofrece una síntesis de la variedad de estimaciones en su obra Los judíos en la España Moderna y Contemporánea; hay para todos los gustos.
 
Muchos judíos sefardíes conservan las llaves de sus hogares españoles como recuerdo de su pasado peninsular (Caminos de Sefarad. Red de Juderías)
 
Y así, mientras se consumaba esa tragedia que es siempre tener que abandonar la tierra donde se nació y creció, la sociedad de la época aplaudió la decisión de los Reyes Católicos, con felicitaciones (caso de la Universidad de París) o fiestas (las que mandó celebrar el papa Alejandro VI en Roma corriendo toros, a pesar de que los Estados Pontificios aún permitían judíos en su territorio, algo único ya en la cristiandad). Bernáldez, que llegó a ver personalmente las patéticas caravanas de expulsados, dejó una frase a medio camino entre el testimonio y la condena: "Ved qué desventuras, qué plagas, qué deshonras vinieron del pecado de la incredulidad". De todos modos, la expulsión no solucionó el problema judío; sólo lo transformó en el problema converso.

A manera de epílogo cabe añadir un curioso dato: el edicto permaneció jurídicamente vigente durante cinco siglos porque, aunque la Constitución de 1869 permitió la libertad de cultos, no fue derogado hasta 1969.
 
 
BIBLIOGRAFÍA:
 
-BERNÁLDEZ, Andrés: Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel.
-CARO BAROJA, Julio: Los judíos en la España Moderna y Contemporánea
-DEL PULGAR, Hernando: Chronica de los muy altos y esclarecidos Reyes Catholicos don Fernando y doña Isabel.
-KAMEN, Henry: La Inquisición española. Una revisión histórica.
-DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio: Los judeoconversos en España y América.
-PÉREZ, Joseph: Los judíos en España
-SUÁREZ, Luis: Isabel I, reina.
-VALDEÓN BARUQUE, Julio: El reinado de los Reyes Católicos. época crucial del antisemitismo español (en ÁLVAREZ CHILLIDA, Gonzalo e IZQUIERDO BENITO, Ricardo; coords: El antisemitismo en España).

Imagen de cabecera: Expulsión de los judíos de Sevilla, obra de Joaquín Turina y Areal (dominio público en Wikimedia Commons)

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