Sevilla 1481: el primer auto de fe



La Inquisición fue una institución fundada en el año 1184 con el objetivo de combatir la herejía albigense. Sin embargo, de forma similar a lo que pasaría siglos más tarde con su paso al Nuevo Mundo, en realidad su objetivo inicial no era tanto perseguir a los herejes como poner orden en los abusos de autoridad que se producían en los procesos instruidos por las autoridades civiles, que eran las que hasta entonces se ocupaban de la cuestión (ahí está el caso de los dos judaizantes quemados en Llerena en 1467). Por eso, mediante la bula Ad abolendam promulgada por el papa Lucio II, los obispos recibieron el encargo de asumir esa tarea en sus respectivas diócesis.

Gregorio IX en una imagen decimonónica
Esta Inquisición episcopal no resultó eficaz y chocó a menudo a con la autoridad de señores locales, así que en el año 1231 Gregorio IX emitió otra bula titulada Excommunicamus, por la que ponía a la Inquisición directamente bajo su dirección y administrada por órdenes mendicantes, de las que se destacó especialmente la de Santo Domingo. El uso de la tortura para obtener confesiones fue autorizado por el papa Inocencio IV veintiún años más tarde con otra bula, Ad extirpanda, que explicitaba la prohibición de que el reo fuera mutilado y declaraba relapso al hereje que no abjurase o reincidiese, pudiendo ser entregado al brazo secular para su ejecución.

Dadas las causas inmediatas de su creación, la citada lucha contra los cátaros, que se concentraban en el Languedoc, la Inquisición tuvo su actividad principal en Francia, aunque con extensión a la parte septentrional de Italia y Aragón, mientras que otros territorios quedaban exentos en la práctica. Uno de ellos fue la Corona de Castilla, que no obstante habría de ser la que recuperase esa institución en el último cuarto del siglo XV debido a las especiales circunstancias sociopolíticas por las que pasaba.

Los Reyes Católicos habían llevado a cabo una unión dinástica y estaban embarcados en la conquista del Reino de Granada para conseguir también la territorial, cuyo final podía demorarse más o menos pero parecía inexorable. Una unión política parecía prematura y seguramente formaba parte de un plan para sus herederos, así que sólo faltaba la religiosa. No era baladí esta última, pues los conflictos entre las comunidades cristiana y judía se habían ido recrudeciendo desde el siglo XIV, dejando atrás el período de coexistencia razonablemente tranquila que hubo durante la Edad Media, al menos en comparación con otros sitios de Europa.

Los Reyes Católicos, Fernando e Isabel (anónimo del siglo XV)

Ante un panorama de pogromos cada vez más frecuentes, la circulación de agresivos libelos antisemitas (como las falsas cartas esgrimidas por el cardenal de Toledo que presuntamente intercambiaban los judíos españoles con los de Constantinopla, animándoles éstos a mezclarse con cristianos para asesinarlos) y las leyendas siniestras que ya venían de otros rincones de Europa (como los asesinatos rituales de niños), en las que las masas populares creían inocentemente, muchos judíos optaron por la conversión.

Leyenda del niño de La Guardia (grabado dieciochesco)
Originaron así un nuevo grupo, el de los cristianos nuevos, que no hizo sino complicar la situación al ser vistos sus integrantes con malos ojos, tanto desde un lado como desde el otro: los unos porque para sus ex-compañeros de fe no sólo traicionaban sus creencias sino que, además, se beneficiaban de su nueva condición para acceder a puestos y oficios que seguían vetados para ellos; los otros porque tenían la sospecha de que esas conversiones eran ficticias y los cristianos nuevos judaizaban en secreto.

Así, aunque muchos de ellos trataron de integrarse plenamente en la sociedad cristiana, especialmente en círculos acomodados porque ni la Corona ni las élites -nobleza, Iglesia, burguesía, estamento intelectual- abrigaban sentimientos especialmente antisemitas, tuvieron que soportar ciertas limitaciones que trataban de apaciguar recelos, como los estatutos de limpieza de sangre. Pero no fue suficiente y la chispa definitiva brotó en Sevilla, ciudad donde habitaba una importante población judeoconversa a la que se acusaba de seguir en secreto con sus antiguas prácticas religiosas hebraicas.

Recuperando una idea de Enrique IV nunca concretada y tras consultar el informe de una junta creada ad hoc, los Reyes Católicos solicitaron al papa Sixto IV la instauración de la antigua institución inquisitorial en Castilla. La bula Exigit sinceras devotionis affectus le dio forma en 1478 aunque con una importante novedad respecto a siglos atrás: la Inquisición no dependería del sumo pontífice sino de los propios monarcas directamente, lo que probablemente sea un indicio de que tenían la intención de utilizarla como herramienta en otras cuestiones más allá de la religión.

Sixto IV (Tiziano, 1545-46)

Esto último era algo especialmente obvio en el caso de Aragón, donde el rey Fernando estaba empeñado en instaurar el Santo Oficio, a pesar de que muchos conversos colaboraban con su gobierno, porque le permitiría salvar las limitaciones jurisciccionales que imponían las instituciones locales (que, de hecho, se resistieron contra viento y marea a aceptar la autoridad inquisitorial hasta el asesinato de Pedro de Arbués en Zaragoza en 1485).

Por lo demás, hasta entonces la corte era pródiga en judíos y conversos. Entre los primeros destacaban Abraham Seneor, almojarife (tesorero) mayor de Castilla, e Isac Abravanel, socio del anterior y uno de los financiadores del viaje de Colón; entre los segundos, Alfonso de la Caballería Estrada (vicecanciller y presidente del Consejo de Aragón), Gabriel Sánchez (tesorero del rey Fernando) y su suegro Luis de Santángel (prestamista casi oficial de la corona aragonesa que también fue decisivo en la aventura colombina).

Luis de Santángel (pintura anónima del siglo XIX)

La primera sede de aquella nueva edición de la Inquisición estuvo, por todo lo dicho, en Andalucía. La primigenia fortaleza construida por los visigodos en el margen derecho del Guadalquivir a su paso por Spali (Hispalis, Sevilla) sirvió de base a los almohades para levantar lo que llamaron el Castillo de Gabir, que aparte de sus funciones defensivas servía como punto de anclaje para las cadenas del puente de barcas que el emir Yusef Abu Yacub mandó hacer para enlazar las dos orillas y que la flota de Fernando III rompió en una célebre acción de guerra.

El castillo, protegido por una muralla de diez torres, quedó en manos de la Orden de San Jorge de Alfama pero poco a poco fue perdiendo importancia militar y en 1481 se entregó a la Inquisición para que se instalara allí. Como para entonces hacía medio año que se habían nombrado los dos primeros inquisidores, Miguel de Morillo y Juan de San Martín, la sede se estrenó con otra novedad: la celebración del primer auto de fe de esa nueva etapa, pues los reos, encerrados en sus calabozos, iniciaron su procesión desde ese lugar.

El Castillo de San Jorge, junto al Guadalquivir y la Torre del Oro (grabado de 1770)

Era el 6 de febrero y al tratarse de un evento novedoso no suscitó el interés que despertaría luego, cuando pasaría a ser un espectáculo popular: congregó muy poco público, algo que agravó el hecho de que no fuera día festivo, como así se haría más adelante. Se ajustaba más a la estricta descripción que dejó Juan Antonio Llorente, secretario de la Inquisición en la última década del siglo XVIII: 

“Lectura pública y solemne de los extractos de los procesos y de las sentencias que los inquisidores pronuncian en presencia de los culpables o ante sus efigies, y ante todas las autoridades y las corporaciones más respetables de la ciudad, y especialmente del juez ordinario o quien se entrega en este momento a las personas o las efigies de los condenados, con el fin de que se pronuncie inmediatamente la pena de muerte y del fuego, según las leyes del Estado relativas a los herejes, y ordene su ejecución, después de haber hecho preparar, previo aviso secreto de los inquisidores, el cadalso, la leña, la máquina de estrangular y los ejecutores ordinarios”.

De hecho, la primigenia ceremonia de 1481 no tuvo la pompa que iría adquiriendo y fue un acto sobrio, austero, limitándose a la Procesión de la Cruz Verde (que se hacía la noche anterior y debía su nombre al color de la bandera inquisitorial que se enarbolaba), la Procesión de la Cruz Blanca (matutina y en la que los reos eran llevados al lugar del auto con una gran cruz encabezando la comitiva), una lectura de sentencias y la quema de los condenados a hoguera en el Prado de San Sebastián.

Auto de fe en la Plaza Mayor de Madrid (Francisco Rizzi, 1683)

Tomás de Torquemada no era aún inquisidor general ni habría tal figura hasta 1483, llevando la dirección de las cosas el dominico Alonso de Ojeda (primo hermano del conquistador homónimo), que era quien más había insistido a los Reyes Católicos en la necesidad de recuperar la institución inquisitorial para poner fin a las prácticas judaizantes de los conversos andaluces, que consideraba generalizadas.

El tribunal empezó a funcionar en Sevilla a mediados de 1480 tomando medidas contra Diego de Susán, un comerciante converso a quien se acusaba de organizar una conspiración contra la Inquisición en la que tomaban parte algunos dignatarios andaluces pero que fue denunciada por su propia hija, temerosa de la suerte que correría su amante, un cristiano viejo.

Tomás de Torquemada
Esa historia caló en el imaginario popular a pesar de que en su mayor parte no era más que un mito al que dio forma el cronista Andrés Bernáldez bastante después; en realidad, según explica Hanry Kamen en su libro La Inquisición española, Una revisión histórica, Susán murió en 1479 y el resto pertenecía al bien nutrido grupo de opositores locales a la reina Isabel, que fueron postergados tras el triunfo de ésta en la guerra civil. 

En cualquier caso, todos los implicados fueron detenidos: una veintena de personas de Sevilla, Utrera y Carmona, de las que destacaban por su renombre Pedro Fernández de Venedera, Juan Fernández de Albolasya, Manuel Saulí, Bartolomé Torralba y los hermanos Aldalfe de Triana (más el citado Diego de Susán, si hacemos caso a la tradición).

Cuenta Bernáldez que en aquel auto de fe “sacaron a quemar la primera vez en Tablada seis hombres e mugeres que quemaron” y la acción se acompañó de confiscación de los bienes de los reos (prefigurando la que sería una de las fuentes de ingresos de la institución) y de “otros muchos e muy principales e muy ricos”.

Azulejo de la sevillana calle Susona recordando la leyenda

El brazo secular siguió trabajando en ese sentido porque, continúa Bernáldez:

“Dende a pocos días quemaron tres de los más principales de la ciudad, y de los más ricos. Asimismo, habiendo salido de Sevilla por razón de la pestilencia que tantos daños causó en la ciudad, continuaron sus diligencias inquisitoriales en Aracena y allí prendieron y quemaron a veinte y tres personas, hombres y mugeres, herejes mal andantes, e ficieron quemar muchos güesos de algunos que fallaron que habían morido en la herejia mosaica, llamándose christianos y eran judíos y ansí como judios habían morido”.

Auto de fe (Pedro Berruguete, 1495)
Cabe señalar, como curiosidad, que esa epidemia que refiere al cronista no sólo hizo estragos en la ciudad sino también en el tribunal mismo, provocando precisamente la muerte de Alonso de Ojeda unos pocos días después de su protagonismo en el auto. Pero la puerta ya estaba abierta y justo un año más tarde un breve papal nombraba siete inquisidores más, todos ellos dominicos (entre ellos Torquemada).

Como muchos judíos y conversos andaluces emigraron a otras ciudades huyendo de aquel negro panorama (unas cuatro mil familias) y ello repercutió en la economía, se crearon nuevos tribunales en Córdoba (1482), Ciudad Real y Jaén (1483, aunque el primero se trasladó a Toledo en 1485); más tarde, también Ávila, Medina del Campo y Segovia. Mención especial para la ciudad cordobesa, donde en 1504 el inquisidor Diego Rodríguez de Lucero llevaría a cabo el mayor auto de fe jamás celebrado, con 107 reos quemados, originando tal malestar que estalló dos años después en forma de revuelta para liberar a cientos de presos, obligando a Lucero a huir apuradamente y llevando al cardenal Cisneros, inquisidor general, a suspenderle de sus funciones.

Entre 1481 y 1488, según sigue relatando Bernáldez:

“Quemaron más de setecientas personas y reconciliaron a más de cinco mil”. Otros consiguieron salir mejor librados: “E muchos se tornaron a Sevilla a los Padres inquisidores, diciendo e manifestando sus pecados e su heregía e demandando misericordia; e los Padres los recibieron, e se libraron bien e reconciliaronlos, e hicieron publicas penitencias ciertos viernes, disciplinandose por las calles de Sevilla en procesion”.

El inquisidor Diego Rodríguez de Lucero ( ilustración del siglo XIX)

Fernando del Pulgar, que había sido secretario real pero fue degradado a cronista por un enfrentamiento con el arzobispo de Toledo, al defender a los judeoconversos (de los que descendía) con el argumento de que muchos cristianos viejos no eran ejemplares y debían ser los conversos sinceros los que evangelizaran a los suyos, confirma que cerca de 15.000 personas de ambos sexos se presentaron para confesar culpas y recibir la penitencia con que reconciliarse. Pero Del Pulgar añade: 

“E otros fueron condenados a carcel perpetua, e a otros fue dado por penitencia, que todos los dias de su vida anduviesen señalados con grandes cruces coloradas, puestas sobre sus ropas de vestir en los pechos y en las espaldas. E los inhabilitaron a ellos e a sus fijos de todo oficio publico que fuese de confianza, e constituyeron que ellos ni ellas no pudiesen vestir ni traer seda, ni oro, ni chamelote, so pena de muerte”.

Preparación de las hogueras para los condenados (ilustración del siglo XIX)

Aquella época inicial fue la más dura. Las actas originales de la Inquisición indican que en tiempos de Torquemada el número total de relajados por los tribunales alcanzó en torno a dos millares de personas de aproximadamente 100.000 procesos abiertos, cifra que corrobora Fernando del Pulgar hasta 1490. La pérdida de mucha documentación hace imposible concretar, aunque los archivos inquisitoriales muestran que en el reinado de los Reyes Católicos se abrieron muchos más expedientes que en épocas posteriores.

Ahora bien, la actividad desatada por la Inquisición no bastó para dar solución a lo que se consideró un problema de mayor calado y no sólo los conversos sino también los propios judíos fueron objeto de persecución, con el objeto de que denunciaran a los ex-compañeros que judaizaban. En su obra La vara de Judá, el médico e historiador Salomón ben Verga cuenta el caso de su hijo Judá, que pasó de la sartén al fuego: desesperado por la presión a que le sometían, huyó a Portugal y terminó muriendo allí años más tarde como consecuencia del tormento que le aplicaron los inquisidores lusos.

Expulsión de los judíos de España ((Emilio Sala, 1889)

El caso es que al final la corona optó por una medida drástica: después de dos órdenes parciales de destierro (Baja Andalucía en 1483 más Aragón y Teruel en en 1486), se promulgó el Edicto de Granada de 1492, que ordenaba la expulsión de todos los judíos de los reinos peninsulares en un plazo de cuatro meses (luego ampliados a cinco). Contra lo que se suele decir, a los Reyes Católicos les perjudicaba porque perdían las rentas que percibían de ellos, pues en su mayor parte estaban directamente bajo jurisdicción real; pero a cambio se ponía fin a los continuos conflictos.

Debido a la ausencia de registros oficiales y teniendo en cuenta que entonces no se contaban individuos sino familias, para saber con certeza el total de población judía los cálculos han de hacerse a partir de las cantidades que salieron por cada lugar, ya fuera atravesando la frontera portuguesa, embarcando en los puertos de la costa cantábrica y la mediterránea o cruzando los Pirineos. Domínguez Ortiz considera que la población total de España era de unos siete millones de habitantes, por lo que la comunidad judía apenas llegaría, si lo hacía, al medio millón.

Expulsión de los judíos de Sevilla (Joaquín Turina y Areal, siglo XIX)

Hay tantas cifras como autores que las proponen, desde las más modestas de 40.000 personas que reseñó el doctor Alonso de Villadiego en el siglo XVII (aunque Caro Baroja sugiere que quizá se comió un cero al escribir) a las exageradas de dos millones que apuntaba Juan de Mariana o las 800.000 que afirmaba el ex-inquisidor Llorente en el XIX; varios autores modernos coinciden en unos 160.000 o 170.000 individuos pero otros, como Kamen, ponen en duda que la población hebrea española excediera mucho más de 80.000 almas.

Podemos recurrir también al historiador británico para cerrar este artículo: 

“...la verdadera pérdida había sido el fracaso de la corona para proteger a su propia gente: la corona había vuelto la espalda a la sociedad plural del pasado, había roto con una comunidad entera que había sido parte histórica de la nación y había aumentado el problema converso sin resolverlo”.


BIBLIOGRAFÍA:

-BEN VERGA, Salomón: La vara de Judá.
-BERNÁLDEZ, Andrés: Historia de los Reyes Católicos Don Fernando y doña Isabel.
-CARO BAROJA, Julio: Los judíos en la España Moderna y Contemporánea.
-DEL PULGAR, Fernando: Chronica de los muy altos y esclarecidos Reyes Catholicos Don Fernando y Doña Isabel.
-DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio: Los judeoconversos en España y América.
-KAMEN, Henry: La Inquisición española. Una revisión histórica.
-LLORCA, Bernardino: La Inquisición Española.
-LLORENTE, Juan Antonio: Historia de la Inquisición en España.


Imagen de cabecera: Auto de fe de Valladolid, 1559

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