Las cinco guerras más estrambóticas de la historia de España


"La guerra es un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de los militares", dice una ingeniosa frase atribuida a Georges Clemenceau. Se trata de una hipérbole humorística que obvia el hecho de que a menudo son los políticos -civiles, generalmente- quienes declaran las contiendas; al fin y al cabo, Clemenceau mismo lo era: médico, periodista, profesor de secundaria, primer ministro de Francia...

España ha pasado su larga historia con las armas en la mano, unas veces en suelo propio y otras en ajeno, lo que se ha traducido en una trágica contribución en sangre de sus hijos. Pero ha habido excepcionales ocasiones en las que todo se desarrolló y terminó de forma más limpia; aquellas en las que las guerras obedecieron a causas tan estrambóticas que, por ejemplo, no registraron bajas y a veces ni siquiera se llegó a combatir, pasando así a ser meras crónicas anécdoticas; otras veces sí que hubo heridos y muertos, pero debido a que el origen de la contienda se debió a razones absurdas. Veamos cuatro ejemplos ordenados por orden cronológico.


1.La guerra contra Brandeburgo-Prusia (1681).

En el último cuarto del siglo XVII, Brandenburgo-Prusia se hallaba en un período ascendente de la mano del gran elector Federico Guillermo I. Buen ejemplo de esa trayectoria era la nueva armada -cinco fragatas y seis corbetas más otros barcos auxiliares que sumaban casi una treintena-, recién constituida mediante arrendamiento a las Provincias Unidas, que había obtenido una contundente victoria germana ante los suecos en Fehrbellin y ahora aspiraba a abrirse un hueco en África y el Caribe para sumarse al negocio esclavista. Pero para ello necesitaba incrementar el número de unidades de su flota y por eso requirió a su aliado Carlos II España la devolución de unos préstamos concedidos para la guerra contra Inglaterra y Francia, concluida en 1678 por la Paz de Nimega.

La flota de Brandeburgo, por Lieve Verschuier (Wikimedia Commons)

Lamentablemente, la labor para contener la inflación y reducir el déficit en España llevada a cabo por el ministro Fernando de Valenzuela, que sería continuada en 1680 por el duque de Medinaceli, aún necesitaba algo de tiempo para dar resultados, así que se no se atendió la petición de los enviados brandeburgueses. Federico Guillermo I, indignado, decidió emprender la misma medida de fuerza que había aplicado contra la ciudad de Hamburgo por la misma causa y lanzó a su armada en acciones corsarias contra puertos flamencos y buques españoles, capturando la fragata Carolus II, que venía de América cargada de plata. 

Confiado en los éxitos obtenidos, fue un paso más allá y planeó apoderarse de los tesoros de la Flota de Indias cuando ésta, una vez atravesado el Atlántico, se aproximase a Cádiz (puerto que había sustituido al de Sevilla precisamente por reducir los días de navegación). Como la idea era realizar un ataque por sorpresa que permitiera aislar y apresar alguna de las naves españolas, se destinó a ello una flota pequeña, de sólo seis barcos que apenas sumaban un centenar de cañones, mandada por Thomas Alders.

Federico Guillermo I retratado por Samuel Theodor Gericke (Wikimedia Commons)
 

El 30 de septiembre de 1681 aparecieron en el horizonte las velas de los veinticinco galeones hispanos y Alders ordenó atacar. Por desgracia para el germano, el almirante Fernando Carrillo Manuel y Muñiz de Godoy había sido informado del peligro y, desviando las naves de carga, mantuvo el rumbo con las de escolta; una docena fuertemente artilladas que, en apenas dos horas, destrozaron a la flota brandeburguesa obligándola a escapar a Portugal. Alders sufrió diez muertos y treinta y nueve heridos frente a ninguna baja española.

Pese al golpe recibido, Federico Guillermo I no quiso renunciar a su plan y al año siguiente, 1681, destinó para ello una escuadra más grande, diecisiete unidades, gracias a que se unió como aliada la flota danesa. Sin embargo, también la Flota de Indias había sido reforzada: a los buques de Fernando Carrillo se sumaron los de la Escuadra de Guipúzcoa que dirigía Millán Ignacio de Iriarte, con lo que se multiplicaba la temeridad de enfrentarse a ellos.

 

El rey Carlos II retratado por Juan Carreño de Miranda hacia 1680 (Wikimedia Commons)
 

Los germanos, crecidos porque en esos meses habían conseguido el ansiado objetivo de situar factorías negreras en África mientras que España había perdido la ciudad de Mámora a manos del sultán de Marruecos, falleciendo en combate el mismísimo gobernador de Orán, se lanzaron sobre los barcos españoles... y el resultado fue el mismo que la vez anterior. En realidad algo mejor, ya que ni siquiera llegó a haber bajas porque, tras intercambiar unos cuantos cañonazos, la flota combinada atacante entendió que aquello podía acabar en desastre y optó por una prudente retirada.

Por tanto, los dos ilusorios intentos de Brandeburgo-Prusia de apoderarse de la Flota de Indias terminaron en rotundo fracaso y sin una sola baja española. Curiosamente, apenas dos años más tarde, en 1683, España entró en guerra con Francia y perdió Luxemburgo, lo que provocó que se formase la Liga de Augsburgo contra las ansias depredadoras de Luis XIV. En esa alianza, esta vez los germanos se alinearon junto a los españoles.


2. La guerra declarada por el pueblo de Huéscar a Dinamarca (1809-1981).

Corría el año 1981 cuando el archivero municipal de Huéscar encontró inesperadamente uno de esos documentos que a menudo se conservan  desde hace mucho tiempo, tan olvidados o ignotos como suculentos, hasta que aparecen y proporcionan información sobre algún episodio histórico. En el caso del archivo de ese pueblo granadino, se trataba nada menos que de una declaración de guerra. Insólita, eso sí, pues la contienda duraba ya ciento setenta y dos años al no haberse firmado la paz... porque en realidad tampoco se llevó a cabo ningún enfrentamiento armado.


El juramento del marqués de la Romana, obra de Manuel Castellano (Wikimedia Commons)

Todo ocurrió en 1809, segundo año de la Guerra de la Independencia española contra el ejército napoleónico y en el que se disputaron las batallas de Elviña, Puentesampayo, Talavera, Almonacid y Ocaña, así como la capitulación de Gerona. En ese contexto de contienda abierta y brutal, brotó un nuevo frente que, sin embargo, iba a existir únicamente sobre el papel. El 11 de noviembre, el Ayuntamiento de Huéscar publicaba un bando en el que declaraba la guerra a Dinamarca por la ayuda que ese país estaba prestando a Francia, tal como había denunciado la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino. Era éste el órgano que, desde una forzosa sede sevillana, ejercía el gobierno nacional en nombre del rey Fernando VII frente a la autoridad impuesta por José I (en 1810 se trasladó a Cádiz y allí se disolvió para formar el Consejo de Regencia de España e Indias que convocó las Cortes dos años después). 

En 1807, Godoy había enviado a Dinamarca la División del Norte al mando del marqués de la Romana que, siguiendo instrucciones de Napoleón en su bloqueo Continental a Inglaterra, tenía la misión de impedir un posible desembarco británico. Los algo más de trece mil españoles se unieron al Cuerpo de Observación del mariscal Bernadotte y se fueron desplegando por el litoral danés. Entonces, en la primavera de 1808, se enteraron de los acontecimientos que pasaban en España: el motín de Aranjuez, que precipitó la caída del ministro; las abdicaciones de Bayona; la invasión francesa y el alzamiento del 2 de mayo. La situación había cambiado completamente y Napoleón ya no era un aliado sino un enemigo.

Pedro Caro y Sureda, marqués de La Romana, retratado por Vicente López Portaña (Wikimedia Commons)

Consecuentemente, el marqués decidió poner fin a la misión y acordó con los británicos una evacuación en barcos de la Royal Navy, lo que requería previa reunión de todos los efectivos en un punto, superando las desavenencias internas (algunos oficiales eran afrancesados) y la oposición danesa. Al final sólo una parte de los soldados, nueve mil, lograron irse; el resto, unos cinco mil, fueron interceptados por Bernadotte y los daneses, y repartidos entre diversas fuerzas napoleónicas para impedir nuevas insurrecciones.

Eso provocó la indignación de la Junta Suprema, que en septiembre de 1809 publicó un real decreto rompiendo relaciones con Dinamarca. El cabildo de Huéscar lo reforzó declarando la guerra y así quedó la cosa hasta el hallazgo del archivero ciento setenta y dos años más tarde , con la correspondiente declaración de paz -firmada por el embajador danés- y un hermanamiento entre la localidad granadina y la ciudad de Kolding.

Embarque de las tropas de La Romana, por Juan Rodríguez Jiménez (Wikimedia Commons)

 

3. La "Ortegada" carlista en San Carlos de la Rápita (1860).

El fracaso de los carlistas en sus primeras dos guerras contra el régimen liberal de Isabel II y su madre María Cristina no les hizo cejar en su empeño. Todavía intentarían una tercera, que sería la cuarta si contamos un grotesco y fallido golpe de mano en abril de 1860 que siguió la tónica arquetípica de los pronunciamientos decimonónicos: alzarse en armas casi de forma improvisada, sin mayor táctica que tratar de arrastrar a los simpatizantes. Como su protagonista fue el capitán general de Baleares Jaime Ortega y Olleta, aquel episodio se conoce con el nombre de Ortegada.

Retrato anónimo de Jaime Ortega y Olleta (Wikimedia Commons)
 

Ortega no carecía de apoyos. Por supuesto, tenía el del pretendiente Carlos Luis de Borbón, más conocido como duque de Montemolín; también el del cardenal y arzobispo de Toledo o el del recalcitrante general absolutista Joaquín Elío, así como los de importantes políticos conservadores, desde el conde de Clonard a Escosura, pasando por Bravo Murillo y el marqués de Salamanca; incluso se rumoreaba que tenía las simpatías del rey consorte, Francisco de Asís. 

El 2 de abril de 1860, con  la atención del país centrada en las negociaciones entre España y Marruecos tras la guerra iniciada en octubre por el gobierno de O'Donnell -en una de aquellas campañas de prestigio internacional que ideó para unir a los polarizados españoles, a cuyo mando se puso personalmente -, Ortega desembarcó con tres mil seiscientos hombres de su división en San Carlos de la Rápita (Tarragona), llevando consigo -aunque de incógnito- al propio Montemolín y al hermano de éste, Fernando, quienes al tocar tierra enviaron un mensaje al legendario Ramón Cabrera animándole a unirse, aunque éste, remiso a iniciar una nueva guerra civil, lo condicionó sólo a que se diera un golpe rápido y limpio.

Carlos de Borbón, conde de Montemolín (Wikimedia Commons)
 

El movimiento de Ortega debía verse refrendado inmediatamente por un pronunciamientro del infante don Juan en Valencia, pero el secreto con que había llevado a cabo la operación jugó en contra de los propios conspiradores. Durante un descanso en la ruta hacia Amposta, una recelosa comisión de oficiales le exigió al general una explicación de su misión y cuando Ortega inició una arenga a favor del carlismo fue interrumpido con vivas a la reina. El golpe quedaba al descubierto y fracasaba casi antes de empezar. 

Los principales implicados huyeron, pero Ortega fue detenido en Calanda. "¡Me han vendido!" exclamó al enterarse de que Isabel II no había abdicado, como al parecer se le había asegurado. Un consejo de guerra, acusado luego de ilegal al estar formado por oficiales de menor rango que el acusado, le sentenció a muerte y terminó fusilado el 18 de abril, pese a las peticiones de indulto recibidas hasta de la Corona; sí se perdonó a los lugartenientes.

La reina Isabel II fotografiada en 1860 (Wikimedia Commons)

 

Montemolín escapó en una barca con su séquito, pero le alcanzaron el día 21 y para obtener la libertad tuvo que firmar la renuncia al trono, siendo expulsado de España acto seguido. Murió nueve meses después, lo que originó una leyenda sobre su envenenamiento, aunque en realidad la causa fue el tifus que le contagió su hermano Fernando. Antes cedió sus derechos dinásticos a otro hermano, Juan, que al ser progresista provocó que numerosos carlistas aceptasen integrarse en el régimen isabelino. En 1861 Juan propondría un extraño e imposible carlismo liberal, rechazado por todos; apodado el Apóstata, en 1868 abdicó en favor de su hijo, Carlos VII, que iniciaría la Tercera Guerra Carlista; la que no pudo o no supo hacer su tío.


4. Las guerras cantonalistas (1873-74).

En un discurso en el Congreso, Emilio Castelar dijo en 1873 que "con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de don Amadeo de Saboya, la monarquía democrática (...) Nadie trae la república; la traen todas las circunstancias". Efectivamente, España iniciaba su primera experiencia republicana, que iba a resultar tan efímera como convulsa. Duró apenas diez meses, tuvo cuatro presidentes y terminó con un golpe de estado que desembocó en un raro régimen mezcla de república y monarquía hasta la Restauración. 

Unitarios y federales disputándose la República. Caricatura de la revista satírica La Flaca (Wikimedia Commons)
 

Entremedias, estalló un caos derivado de la indefinición del modelo republicano a adoptar (unos eran federalistas intransigentes, otros federalistas moderados, estos unitarios, aquellos...) y el hecho de que, en realidad, los españoles tampoco tenían claro qué forma de estado deseaban. Pero antes, las masas populares republicanas quisieron precipitar todas las ansiadas reformas socioeconómicas para evitar que, como siempre, los proyectos fueran diluyéndose: los campesinos exigían repartir tierras; los obreros, sus reivindicaciones laborales y sindicales; los soldados desobedecían a los oficiales (hubo que abolir el ejército y sustituirlo por una Milicia Nacional), etc.

El primer presidente, Figueras, dimitió a los trece días y fue sustituido por Pi y Margall, que reorganizó administrativamente el país dividiéndolo en quince estados federales autónomos unidos bajo un Código Fundamental para asuntos de competencia común y vigilados por un cuarto poder de Relación, exclusivo del presidente. Las masas no quisieron esperar a que se promulgase una constitución en ciernes que preveía profundas reformas de carácter social y salieron a la calle a consegurilas por su cuenta. En medio de ese embrollo, agravado por otra guerra carlista, la insurrección colonial en Cuba y la difusión del anarquismo, surgió el problema cantonalista.

Focos de rebelión cantonal. Las flechas señalan los ataques de la escuadra de Cartagena (Durero en Wikimedia Commons)

Era la plasmación del federalismo llamado intransigente. El 9 de junio de 1873 la localidad alicantina de Alcoy se autoproclamaba cantón independiente; gobernado por un Comité de Salud Pública, animó a otros municipios a seguir esa línea. Cuarenta y ocho horas después, en efecto, lo hacía Cartagena, cuya Junta de gobierno se apropió además de la escuadra de la Armada fondeada en el puerto y enarboló una nueva bandera de color rojo (usaron una turca con la media luna teñida). En cuestión de pocos días, el movimiento se extendió por todo el arco mediterráneo: Murcia, Valencia, Málaga, Sevilla... En el interior y el norte, donde el carlismo estaba más activo, sólo se sumaron Salamanca, Toro y Béjar. 

El presidente renunció y le sustituyó Nicolás Salmerón, que movilizó al ejército para poner fin a una disgregación que seguía creciendo: Alicante, Castellón, Cataluña, Granada, Jaén, Cádiz, Ávila... Incluso había tensiones secesionistas internas que caían en el sainete, pues granadinos y jiennenses se declararon la guerra, Jumilla amenazó a Murcia con hacer otro tanto si no le concedía autonomía, Utrera se independizó de Sevilla, etc. Todo ello constituía una doble amenaza, ya que la falta de unidad beneficiaba estratégicamente a los carlistas.

El bombardeo de Cartagena en un grabado de la revista francesa Le Monde Illustré (Wikimedia Commons)
 

Cuando la escuadra cartagenera bombardeó Alicante y Almería por sus reticencias a unirse a la causa cantonalista, el gobierno la declaró pirata, lo que autorizaba implícitamente a cualquier flota extranjera a capturarla (así fue cómo Alemania se hizo con una fragata; los ingleses también apresaron otras dos, aunque se las entregaron al gobierno español). Mientras la Armada derrotaba a la escuadra insurrecta, las tropas sometieron a los cantonalistas por la fuerza: Sevilla resistió tres días, Valencia cinco; únicamente Cartagena siguió aguantando, atrincherada tras sus murallas.

Salmerón también presentó la dimisión por negarse a firmar condenas a muerte. Cogió el testigo Castelar, que se dotó de poderes extraordinarios -casi dictatoriales- para poner fin al desorden, restituyendo al ejército y enviándolo contra la recalcitrante ciudad, que, tras sufrir un duro bombardeo y rizando el rizo del esperpento, izó una bandera "angloamericana" [sic] solicitando su adhesión a EEUU como estado federado. Cartagena cayó el 12 de enero de 1874, tras cinco meses de asedio. Para entonces había caído también Castelar y se había entregado al general Serrano una peculiar regencia popularmente conocida como república ducal, que terminó a finales de año con el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto, en favor de Alfonso XII.


5- La guerra declarada por el pueblo de Líjar a Francia (1883-1983).

Alfonso XII fue un monarca muy popular. En una gira por Valencia, tierra tradicionalmente republicana, se vio separado de sus escoltas por una enfervorecida multitud que le entretuvo saludando y estrechando manos sin que ocurriera nada, y en su siguiente visita oficial, esta vez en el extranjero, provocó un incidente internacional que desembocó en otra larga guerra nunca materializada. Había viajado a Alemania para entrevistarse con el káiser y firmar un tratado comercial, siendo distinguido allí con el nombramiento de coronel honorario del 15º Regimiento de Ulanos acantonado en Estrasburgo, pues el rey era un confeso germanófilo que había estudiado en el prestigioso Theresianum vienés.

Alfonso XII ataviado con el uniforme de coronel de ulanos (Wikimedia Commons)
 

Sin embargo, aquel viaje, realizado en 1883, resultó imprudente. Las relaciones diplomáticas de España y Francia pasaban por un momento de deterioro debido a sus respectivos intereses en Marruecos y al amparo que los galos solían dar a los conspiradores republicanos, por lo que aceptar el honor de un regimiento de la capital de Alsacia, región de la que los alemanes se habían apoderado en la Guerra Franco-Prusiana de 1870, fue considerada un insulto; más aún después de que el propio Alfonso XII manifestase predilección por Bismarck en otro hipotético conflicto.

El verdadero problema estuvo en que el regreso debía hacerse atravesando Francia y al pasar por París fue abucheado por las calles. Eso desató una oleada de fervor patriótico en España: se eliminaban las referencia a Francia en las obras teatrales, la gente vitoreó en la plaza de Oriente a un descendiente de Pedro Velarde (el héroe del 2 de mayo), el ministro de Estado pidió romper relaciones diplomáticas con el gobierno de París y algunos exaltados incluso apedrearon la embajada gala. Pero los dos gobiernos se pidieron disculpas mutuas, que en el caso español se zanjaron con la dimisión del presidente Sagasta y la aceptación del rey a una invitación del presidente Jules Grévy para cenar en el Eliseo.

El impulso de Bismarck. Un Alfonso XII, verstido de ulano y aupado por Bismarck, le dice a un soldado francés "Ahora soy más alto que tú". Caricatura de la revista satírica estadounidensese Puck (Wikimedia Commons)
 

Eso sí, todavía faltaba la intervención del pueblo almeriense de Líjar, cuyo ayuntamiento dictó un insólito bando el 14 de octubre. En él, recordaba que durante la Guerra de la Independencia "una vecina vieja y achacosa, pero hija de España, degolló por sí sola con treinta y dos franceses", continuaba evocando las glorias imperiales de Carlos I, Felipe II y el Gran Capitán... para terminar declarando la guerra a Francia. La virtual contienda duraría un siglo y diez días, terminando el 30 de octubre de 1983 con la firma de un divertido tratado de paz entre las autoridades locales y el vicecónsul galo.


BIBLIOGRAFÍA:

-VVAA:  Historia de España Salvat (De Isabel II a la Primera República/La restauración borbónica).

-CANALES, Carlos y DEL REY, Miguel: Naves mancas. La armada española a vela desde el cabo Celidonia a Trafalgar.

-FERNÁNDEZ DURO, Cesáreo: Disquisiciones náuticas.

-FERNÁNDEZ DE NAVARRETE, Martín: Biblioteca marítima española.

-CANALES, Carlos y DEL REY, Miguel: En tierra extraña. Expediciones militares españolas.

-PÉREZ GALDÓS, Benito: Episodios nacionales (Carlos VI en La Rápita/La Primera República/De Cartago a Sagunto.

-CLEMENTE MUÑOZ, Josep Carles: Breve historia de las Guerras Carlistas.

-OYARZUN, Román: Historia del carlismo.

-SÁNCHEZ MANTERO, Rafael y MONTERO, Feliciano:  Historia de España. (Revolución y Restauración/Del sexenio revolucionario a la guerra de Cuba-1868-1898).

-DARDÉ MORENO, Carlos: Alfonso XII.

-SECO SERRANO, Carlos: Alfonso XII.

 

Imagen de cabecera: El bombardeo de Cartagena, en una caricatura de la revista satírica La Madeja Política (Wikimedia Commons).

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