El proceso de Antonio Pérez: auge y caída del secretario de Felipe II

 


Pese a ser presuntamente un hijo ilegítimo -de Gonzalo Pérez, quien lo habría tenido siendo clérigo, legitimándolo posteriormente-, Antonio Pérez del Hierro fue el secretario de cámara y del Consejo de Estado del rey Felipe II desde 1567 hasta 1579. No tenía tantas competencias como reunió su progenitor, secretario de Carlos I, porque su ámbito de actuación fue el mundo atlántico, quedando los asuntos mediterráneos en manos de otro secretario, Diego de Vargas. Sin embargo, seguía siendo muy poderoso y tenía una gran influencia sobre las decisiones del monarca, al que asistió también como secretario desde 1553, tres años antes de que subiese al trono.
 
En 1566, prácticamente heredó de su padre la dirección de la Secretaría de Estado y dos más tarde, al fallecer Diego de Vargas, trató de hacerse también con las competencias en los asuntos mediterráneos, que finalmente quedaron en manos de Gabriel de Zayas excepto los de Italia; Zayas consiguió éstos en 1579, lo que le hizo ganarse la animadversión de un Pérez cuya desmedida ambición le llevó asimismo a chocar con el secretario personal de Felipe II, Mateo Vázquez.
 
Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli y duque de Pastrana (Turismo de Pastrana)

En la guerra de Flandes, Pérez se alineó junto al príncipe de Éboli, Ruy Gómez de Silva, un noble de ascendencia portuguesa cuya familia llegó a España acompañando a la princesa Isabel, cuando ésta contrajo matrimonio con Carlos I. Fue paje y buen amigo del hijo de éste, Felipe, que fue quien le eligió como esposa a una ilustre aristócrata, Ana Mendoza de la Cerda, con vistas a reforzar su posición en la corte para nombrarlo secretario. Era el líder del partido más moderado y pactista, favorable a una solución descentralizada. En eso había una tensa polarización, pues no faltaba una facción dura representada por el duque de Alba y el inquisidor Fernando de Valdés, que preferían la opción militar; curiosamente, frente a Inglaterra se invertían esas posturas. Tras la muerte en 1573 del Rey Gómez, como se apodaba al príncipe por su poder en la corte, el partido ebolista -o aragonés- quedó dirigido por Pérez, que encontró una buena aliada -y posiblemente una amante- en la viuda del fallecido.

Ambos utilizaban la ingente información que manejaba él por su cargo para venderla, sacando un considerable provecho económico. En ese turbio juego, quizá intentando obtener la paz negociada que defendía con los rebeldes flamencos para destinar los fondos bélicos a la invasión de Inglaterra que propugnaba, dejó caer una posible deslealtad del hermanastro de Felipe II, don Juan de Austria, que era quien estaba a cargo de las operaciones militares. Se trataba de un hombre algo arrogante e irascible, que deseaba un territorio propio para gobernar. El rey le cortó esas ansias a través de Pérez, quien, no obstante, logró alcanzar con él cierto entendimiento y no sólo le conseguía poderes y dinero sino que incluso le alojaba en su casa cuando visitaba España.
 
Retrato anónimo de Ana de Mendoza de la Cerda, princesa de Éboli (Wikimedia Commons)
 
A finales de 1574, Pérez le colocó de secretario a un amigo, Juan de Escobedo, pariente de Ruy Gómez, para estrechar su control sobre él y asegurarse de que, como sospechaba Felipe II, no aspiraba a tener su propio reino. En 1577, Don Juan dejó pacificados los Países Bajos y, viendo cómo era aclamado, Pérez le sugirió -a través de Escobedo- regresar para liderar la invasión de Inglaterra, a pesar de la negativa del rey a ese proyecto. El rumor llegó a los Países Bajos, donde se encresparon otra vez los ánimos y para apaciguarlos se pensó en retirar parte de las tropas; pero acaba de llegar la Flota de Indias cargada con dos millones de ducados de plata, suficientes para pagar a los Tercios y mantenerlos allí a pesar de la idea inicial.

El asunto se fue enredando. Escobedo, en su correspondencia con Pérez, le sugirió que Don Juan fuera "báculo de la vejez" del rey, algo inaudito teniendo en cuenta que éste ni siquiera había cumplido cincuenta años. A la inversa, el secretario refirió a su señor la idea del monarca de convertirle en cardenal para que no tuviera descendencia y, consecuentemente, quedase fuera de cualquier línea sucesoria, entre otros comentarios desfavorables. Escobedo visitó la corte varias veces, irritando a Pérez y a Felipe II con su comportamiento soberbio; al no obtener la esperada recompensa para él y Don Juan, empezó a alejarse de Pérez y a amenazarle con desvelar su relación con la princesa de Éboli y sus trapicheos de información. 
 
Retrato de Don Juan de Austria, copia de una obra de Claudio Coello (Enstropia en Wikimedia Commons)
 
Pérez intentó que el rey les concediese esas peticiones, pero el tiempo pasaba y el asunto se volvía cada vez más delicado para él. El 31 de marzo de 1578, Escobedo hizo un nuevo viaje a Madrid y esa misma noche, nada más llegar a la capital, fue asesinado por orden de Pérez; no era el primer intento, pues antes trataron de envenenarle, pero esta vez fue la definitiva. Teóricamente, se trataba de un crimen realizado obedeciendo al rey, quien habría dado luz verde a su secretario siguiendo sus consejos al temer que si dejaba regresar a Escobedo a los Países Bajos, Don Juan de Austria seguiría desafiándole, mientras que si lo arrestaba, su hermanastro podría verse acorralado y actuar en consecuencia, incluso uniéndose a los rebeldes. Pero resultó imposible mantener el crimen en secreto. 
 
Debido a la categoría del muerto y a residir en Madrid, era jurisdicción de los alcaldes de casa y corte, con el matiz de que esos magistrados, dependientes de la Corona, actuaban normalmente con gran celeridad y esta vez no hicieron nada, para asombro de todos. La implicación de Felipe II fue reconocida por él mismo en una carta a los jueces en la que decía textualmente: "Sabe muy bien la noticia que yo tengo de haber hecho él matar a Escobedo, y las causas que me dijo que había para ello".  No sólo eso sino que, además, permitió escapar a los culpables, como demuestran las notas ológrafas de Pérez informando al rey de su plan para alejarlos de Madrid. 
 
El asesinato de Juan de Escobedo, por Vicente Vallés (dominio público en Wikimedia Commons)

Los asesinatos cortesanos tampoco eran raros en la época y hay no pocos ejemplos de ello en las muertes de Gaspar de Coligny, David Rizzio, Enrique Darnell... El propio Felipe II ordenaría atentar contra Guillermo de Orange en 1584, a pesar de que en España había oposición moral a esa vía, manifestada por la Escuela de Salamanca. El hecho de que Don Juan de Austria falleciera en octubre de 1578 parecía una jugada favorable del destino, pero el monarca se obstinó en mantener el silencio, ignorando los ruegos de la familia de Escobedo. Lo que cambió las cosas fue el no encontrar entre los papeles de Don Juan de Austria ningún indicio de que hubiera estado mezclado en conspiración alguna, algo que indujo al rey a sospechar que Pérez le había manipulado. A ello había que sumar la catarata de odio que se había labrado éste; un odio hasta entonces contenido pero, a partir de ahí, desatado.

Mateo Vázquez fue el primero que acusó a Pérez abiertamente un par de meses más tarde, exigiendo al monarca su detención. Al no ser atendido, dimitió y entonces empezaron a brotar acusaciones de otros. El clima se volvió insoportable; el secretario no podía moverse sin escolta, pero tampoco quiso aceptar ninguna de las ofertas del rey ofreciéndole un puesto de diplomático en el extranjero o un retiro bien pagado, ya que era admitir su culpabilidad. Por contra, el propio Felipe se mantuvo alejado varios meses de Madrid cuando vio que aquella tormenta no amainaba. No obstante, había que tomar una decisión y cuando Pérez rechazó la última oferta -ser embajador en Venecia-, al monarca no le quedó más salida que actuar contra él, ordenando su arresto domiciliario.

Felipe II retratado en 1573 por Sofonisba Anguissola (Wikimedia Commons)
 
Sin embargo, Pérez conservaba su puesto y siguió despachando desde su casa durante tres años. La situación dio otro otro giro en 1582, cuando por fin se abrió una investigación que en 1584 dio lugar a una acusación formal contra el secretario y la princesa de Éboli por corrupción. Una simple multa y destitución parecían solventarlo todo, pero la confesión de uno de los asesinos, seguramente pagado por los familiares de Escobedo en la misma medida que temeroso de que le eliminaran (como pasó con sus tres cómplices, que desaparecieron sin dejar rastro), determinó el encarcelamiento de Pérez en el castillo segoviano de Turégano a principios de 1585, tras un intento de fuga cuando los alcaldes procedían a detenerlo.

Pérez debió empezar a entender entonces su delicada posición, ya que sus captores no habían tenido tapujos en violar el asilo sagrado (se había escondido en una iglesia); quizá por eso se negó a comer durante sus primeros tres días en el castillo, a donde llegó esposado en un coche de mulas, junto con sus dos oficiales y un mayordomo (que serían liberados un mes después). La sentencia le llegó un par de semanas más tarde: dos años de reclusión y destierro de la corte por una década, perdiendo su cargo y debiendo pagar una cuantiosa sanción económica, aunque se permitió a su familia y colaboradores instalarse con él. 
 
El castillo segoviano de Turégano, donde estuvo preso Antonio Pérez (Malopez 21 en Wikimedia Commons)
 
Las cuentas de sus gastos indica que llevaba una vida bastante cómoda, comiendo perdices, pescado, aceite, turmas, cabrito, frutos secos, huevos, vino... Esos documentos contables también registran un considerable consumo de velas, indicativo de que trabajaba, aunque la partida más grande es la de leña, para afrontar el crudo invierno castellano. El buen trato obedecía a la esperanza del rey de obtener a cambio todos los papeles que le pudieran resultar inconvenientes, como así se le hizo saber al preso. Una espada de Damocles que éste no estaba dispuesto a aguantar, por lo que planeó su evasión a Aragón, donde precisamente estaba Felipe II reunido en Cortes (las de Monzón).
 
Pero le descubrieron, lo que empeoró su situación: engrilletado de pies y manos, fue trasladado de las dependencias que ocupaba a un calabozo del mismo castillo, donde permaneció incomunicado. También su mujer e hijos se vieron encerrados en Madrid, repartidos por casas y conventos, al igual que uno de los cómplices  acabó en la Cárcel de la Corte; los demás implicados pudieron huir. Todos los bienes de Pérez fueron embargados y subastados, mientras se redoblaba la presión para que entregase sus documentos; la esposa del secretario, Juana, accedió con parte de ellos, lo que permitió salir en libertad y relajar las condiciones de prisión de su marido, al que se trasladó otra vez a Madrid para una reclusión domiciliaria (se ignora dónde exactamente).
 
Relación de gastos alimentarios de Antonio Pérez durante su encierro en el castillo de Turégano, reseñados por el cocinero Bartolomé Pérez (Archivo histórico Nacional)

Catorce meses duró esa situación, tras la cual pasó a la fortaleza de Torrejón de Velasco y luego a las Casas de Cisneros de la capital, quizá porque los Escobedo abrieron contra él un proceso por asesinato. El rey lo apoyó, ya que todas las evidencias apuntan a que él sólo había dado su aprobación al crimen engañado por su secretario. Además, los papeles entregados por Juana resultaron ser de menor importancia, estando los verdaderamente interesantes a buen recaudo en Zaragoza. En 1588 se abrió oficialmente la causa, en la que el propio Felipe II le instó por escrito a decir la verdad, pese a que hasta entonces le había pedido silencio; eso dio a entender al acusado que ya no gozaba de la protección real y alcanzó un acuerdo con el hijo de Escobedo, por el que le pagó veinte mil ducados, para que retirase los cargos.
 
Sin embargo, el juicio continuó porque a esas alturas ya no era la familia del difunto la que lo impulsaba sino la Corona, por motivos de conciencia (en los que acaso influyera la derrota de la Armada en la llamada empresa de Inglaterra, que Felipe II consideraba resultado de un designio divino). En enero de 1590, dada la negativa del reo a hablar, se ordenó darle tormento obviando su estado de salud y que era hidalgo. Resistió ocho vueltas de cordel -la media- y confesó, pero sin dar ninguna razón grave para la muerte de Escobedo y asegurando actuar en nombre del rey, con el problema de no poder mostrar prueba alguna de sus argumentos. De su declaración se desprende que si el monarca no ordenó la acción, al menos la aceptó como un conveniente hecho consumado, algo que ahora trataba de paliar. Es lo que el propio Pérez le dijo a su mujer en una carta, confiando en que con ello acabaría aquella pesadilla.
 
Antonio Pérez recibiendo a sus hijos tras la tortura, por Vicente Borrás y Mompó (dominio público en Wikimedia Commons)
 
No sólo no fue así sino que, por contra, días después tenía la sensación de que ya estaba firmada su sentencia de muerte, por lo que decidió preparar una nueva fuga. Ésta se llevó a cabo con cierta facilidad: disfrazado con ropas femeninas, según la leyenda, y con la complicidad de algunos de sus carceleros, cabalgó hasta Zaragoza, donde los fueros locales le protegerían de la pena capital; por eso, según se cuenta, al llegar exclamó "¡Aragón, Aragón!" mientras besaba la tierra de aquel esperanzador santuario al que solían recurrir los prófugos.
 
La evasión perjudicó a la princesa de Éboli, que había pasado de su encierro en las fortalezas de Pinto y Santorcaz a estar recluida en su palacio de Pastrana y que, al llegar la noticia, vio cómo se ponían rejas en puertas y ventanas; ella, que moriría dos años después, había respondido en alguna ocasión a la pregunta de quién ordenó la muerte de Escobedo que "quien ha hecho matar a otros, que es el Rey". Pero también causó perjuicio a la frágil cohesión de los reinos españoles, pues la justicia aragonesa era tradicionalmente reticente ante Madrid, por lo que la Corona había buscado la forma de sortearla recurriendo a la Inquisición.
 
Era una medida que Felipe II empleaba desde los comienzos de su reinado y no dudó en aplicarla de nuevo, ante la exasperante lentitud del tribunal aragonés en su respuesta a la petición de extradición y la serie de conflictos que la Corona mantenía con ese reino. Podía haberse evitado todo si el soberano hubiera aceptado la propuesta que su huido secretario le envió por escrito: perdón y poder vivir retirado en un convento cerca de su familia. Pero era demasiado tarde y, de todos modos, pese a ingresar en la Cárcel de los Manifestados (desde la que trabajaba con bastante libertad), fue acogido por algunos nobles y aclamado popularmente.
 
Los hijos de Antonio Pérez ante Rodrigo Vázquez de Arce, por José Bermudo Mateos. Vázquez de Arce era el juez encargado del proceso (Wikimedia Commons)
 
Entretanto, Antonio Pérez fue condenado a la horca, tras la cual se le habría de cortar la cabeza para ponerla en un lugar público. Fue la última paletada de tierra sobre cualquier posibilidad de entendimiento y el secretario redactó una cédula de defensiones en la que inculpaba directa y públicamente a su señor, incluida en su Memorial del hecho de su Causa, más conocido como Librillo. Había que actuar ya para evitar que el tribunal le absolviera y por eso se presentó otra acusación contra él por otros dos asesinatos; no tenía mucho recorrido, pero permitía ganar tiempo.
 
De todos modos, y pese al apoyo popular, Pérez no las tenía todas consigo y planeó una nueva evasión a Francia para unirse a los hugonotes del Bearn. Un craso error porque fue descubierto y el pretender buscar refugio entre herejes dio material a la Inquisición para acusarle. Las competencias del Santo Oficio estaban por encima de las forales y además sometidas a la autoridad real, la cual presionó para que la acusación fuera lo más grave posible. La primera disposición fue que se trasladase al preso a una cárcel inquisitorial, lo cual provocó disturbios, debidamente azuzados por los agentes de Pérez (que llegaron a tañer las campanas de la catedral), con el argumento erróneo de que la medida era contraria a los fueros.
 
Antonio Pérez liberado por el pueblo aragonés en 1591, por Manuel Ferrán (dominio público en Wikimedia Commons)
 
El tumulto desembocó en agresión abierta a los lugartenientes -uno falleció- que efectuaban el traslado, obligándoles a dar media vuelta. Volvió entonces la calma, aunque tensa, puesto que se perseguía a los partidarios de la extradición con pasquines e incluso atentados, poniéndose en duda la autoridad real en favor de la "libertad". Otro intento de fuga más de Pérez, igualmente frustrado, llevó a forzar un nuevo traslado, esta vez con una copiosa escolta dirigida personalmente por el gobernador. Y volvió a estallar un motín, que en esta ocasión devino en batalla callejera con una treintena de muertos y produjo como resultado la liberación de Pérez, paseado a hombros.

En la capital, Felipe II tomó la decisión de invadir Aragón y acabar de paso con unos Fueros anacrónicos que sólo le traían quebraderos de cabeza. No todos estaban convencidos de ello, pues se temía que la sublevación se extendiera a otros reinos, territorios y ámbitos -Cataluña, Valencia, Portugal, moriscos-, pero se impuso la opinión del rey, apoyada por la Junta de Madrid. El ejército que mandaba Alonso de Vargas, un veterano de Malta y Jemmingen que sirvió a las órdenes del duque de Alba, entró en Aragón el 8 de noviembre, ignorando las embajadas enviadas por los rebeldes para disuadirle a él y al monarca -que les había contestado obsequiosamente, otorgándoles una salida, pero con el convencimiento de que él no iba a dar marcha atrás-. A la hora de la verdad, las bravatas de los resistentes se tradujeron en desbandada y tres días más tarde las tropas reales tomaron Zaragoza sin disparar un tiro.
 
El ejército marchando: un escuadrón de piqueros con sus cuatro mangas de arcabuceros y mosqueteros adelantadas (Jorge Martínez Corada en Desperta Ferro)
 
Tras su liberación, Pérez había vuelto a huir, pero tuvo que permanecer unos días oculto en el monte, esperando una oportunidad para cruzar a Francia; pero como la Corona había ordenado vigilar los pasos y rastrear las montañas, no le quedó más remedio que regresar a la ciudad, quedándose en casa del justicia (un juez local) oculto a las pesquisas del inquisidor Morejón. El día 10, ante la inminente llegada del ejército real, el prófugo escapó de nuevo y consiguió entrar en el país vecino. Felipe II, contra las recomendaciones de sus consejeros, se empleó con dureza: mandó prender fuego a los castillos de los líderes rebeldes y ejecutarlos sin juicio, incluyendo al justicia Juan de Lanuza; si la muerte de éste fue muy mal vista -el propio Vargas permitió rendirle honores-, muy sospechosa resultó la de los principales cabecillas, tras ser enviados presos a Madrid, a donde no llegaron vivos.
 
La represión continuó hasta el 17 de enero de 1592, en que Felipe II publicó un perdón, aunque el documento tenía más de un centenar de excepciones: las de Pérez, obviamente, más una veintena de líderes (la mayoría de los cuales habían huido o estaban ya muertos), oficiales y similares. Algunos fueron capturados en plena fuga; otros, en febrero, al intentar una ingenua invasión desde Francia. Por Pérez se ofreció una recompensa de seis mil ducados mientras el tribunal inquisitorial, que le acusaba de ser descendiente de judío, sumaba los cargos de herejía, blasfemia e incluso sodomía (delito que, por entonces, en Aragón era competencia del Santo Oficio, frente al resto del país, que dependía de la Audiencia Real). La sentencia le condenaba a ser entregado al brazo secular como convicto (!) de hereje y a ser quemado in absentia, confiscándose los pocos bienes que le quedaban a la familia e inhabilitándose a sus hijos y nietos. El consiguiente auto de fe tuvo lugar el 20 de octubre y en él se relajó también a otros ocho reos rebeldes.
 
Los últimos momentos de Lanuza, obra de Eduardo López del Plano (Diputación de Zaragoza)
 
En diciembre se convocaron Cortes en Tarazona. La Corona las usó para modificar los fueros medievales adaptándolos a la Edad Moderna, pero no los suprimió, como tampoco las instituciones aragonesas; sí impuso el derecho a nombrar un virrey que no fuera nativo y redujo el poder de la Diputación, además de controlar directamente la justicia. Las Cortes terminaron exactamente un año más tarde y el ejército real se retiró. Entretanto, Pérez se estableció con sus leales en Pau, donde la princesa del Bearn le invitó a quedarse "con libertad de vivir en su religión", según contó él mismo. 
 
De momento, para evitar represalias contra su familia, no hizo uso de aquellos papeles tan comprometedores que había conseguido salvar. Pero, como ya se ha dicho, no tardó en intentar una invasión de Aragón creyendo que se sumarían sus habitantes y los moriscos, a la par que proponía sustituir a Felipe II por su hija Isabel Clara Eugenia (que era legítima frente a su padre, que no, según él). El fracaso arruinó su prestigio entre los bearneses, obligándole a trasladarse a Inglaterra, estancia que alternó con Francia intentando esquivar los no pocos atentados que hubo contra él. Desde ambos países inició una incesante campaña propagandística contra Felipe II que tuvo en la publicación en 1598 de su obra Relaciones uno de los cimientos más firmes de la Leyenda Negra. 
 
Portada de una edición de 1598 de las Relaciones de Antonio Pérez (Blog de Bibliofilia)
 
En lo personal, no le sirvió de mucho y en 1611, sufriendo una enfermedad crónica degenerativa desde muy atrás, la muerte le sorprendió en París; en absoluta pobreza, pese al éxito de su obra (a la que se sumaron sus Cartas, consideradas de gran calidad literaria), ya que antes su dudosa capacidad de lealtad nadie contrataba sus servicios. Fue enterrado en un convento que quedó destruido durante la Revolución Francesa, perdiéndose sus restos. Tres años después, fallecido también Felipe II y tras cuatro de revisión del proceso a petición de la familia, la Inquisición rectificaba su sentencia anterior y dictaba otra exculpatoria "en todo y por todo como en ella se contiene; y declaran debe ser absuelta su memoria y fama". El nuevo rey, Felipe III, la dio por buena: "Hágase lo que parece que se dice que es conforme a la justicia".


BIBLIOGRAFÍA: 
-MARAÑÓN, Gregorio: Antonio Pérez
-THOMAS, Hugh: El señor del mundo. Felipe II y su imperio.
-PARKER, GEOFFREY: Felipe II.
-DE LA CIERVA, Ricardo: Yo, Felipe II. Las confesiones del Rey al doctor Francico Terrones.
-Antonio Pérez (Diccionario biográfico de la RAH, Real Academia de la Historia).

Imagen de cabecera: Antonio Pérez retratado por el pintor dieciochesco Antonio Ponz (dominio público en Wikimedia Commons)

Comentarios

  1. Buenas tardes, Antonio, muchísimas gracias por este ensayo sobre Antonio Perez, ha sido una formidable sorpresa. Yo creía que había sido encerrado en la fortaleza de Villaviciosa dee Odón, que era el encierro que precedió al del rey Fernando VI, y que a éste le sucedió Godoy. Como es un secreto a voces que Fernando VI fue encerrado y asesinado a las pocas semanas de ser conducido a esa fortaleza, yo quería conocer el caso de Antonio Perez. Si bien compruebo en tu trabajo que fue encerrado en el Castillo de Turégano, me ha sorprendido extraordinariamente comprobar que hayas podido mostrarnos la factura del cocinero. Si consiguieras una factura de Villaviciosa entre el 28 de agosto y el 25 de septiembre de 1758 no dejes de publicarla en este formidable blog. Y si no encuentras ninguna también, sería la prueba definitiva de lo que en realidad sucedió al gran rey que fue Fernando VI. Un abrazo de tu admiradora, María.

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