Cuando Catalina la Grande solicitó a España libros en lenguas indígenas para su diccionario universal

(Este artículo se publicó originalmente en el número 156 de la revista literaria Clarín).


Corría el año 1785 cuando un globo aerostático atravesó el Canal de la Mancha por primera vez, Charles-Augustin de Coulomb enunciaba su famosa ley de atracción de cargas eléctricas, se construía en Inglaterra el primer telar mecánico y el marqués de Sade terminaba su obra Los ciento veinte días de Sodoma. Asimismo, fue en esa fecha cuando nacieron algunos ilustres escritores, como Jakob Grimm, Alessandro Manzoni y Thomas de Quincey. También hay motivos para recordar el año en España, pues el conde de Floridablanca impulsó la realización del primer censo propiamente dicho de la historia del país y el rey Carlos III aprobó el nuevo modelo de pabellón nacional bicolor que se convertiría en bandera oficial en sustitución de la enseña borbónica, blanca y con flores de lis, que no se distinguía bien en la mar. Muchas novedades, por tanto, que pueden haber hecho pasar desapercibido un insólito episodio cultural que al final no llegó a materializarse plenamente pero que, al menos, sirvió para engrosar el patrimonio documental hispano.

Y es que la Corona debió quedarse asombrada al recibir una singular petición procedente de un lugar tan lejano y poco conocido como era Rusia en aquellos tiempos. Reinaba allí la zarina Catalina II la Grande, cuyo mandato ha pasado la posteridad con letras de oro porque, recogiendo el legado -y el apodo- de su difunto marido, Pedro I el Grande, continuó su política de modernización, apertura y engrandecimiento hasta situar la hasta entonces atrasada nación rusa a un nivel parejo al de las otras potencias europeas. Además, logró mantenerse en el trono treinta y cuatro años, lo que no estaba nada mal teniendo en cuenta que, aunque rebautizada para su boda con el zar como Ekaterina Alekséyevna, en realidad era prusiana de nacimiento, hija del príncipe de Anhalt-Zerbst. 


Catalina II la Grande retratada por Fedor Rokotov(Wikimedia Commons)

El caso es que, al igual que Carlos III en España, Pedro y Catalina fueron los principales motores en Rusia de la Ilustración, ese movimiento cultural e intelectual característicamente dieciochesco -no en vano al XVIII se le llama el Siglo de las Luces- que, a la larga, rebasó el corsé que lo constreñía a las artes y las ciencias para alcanzar otros campos, caso de la economía o la política, y provocar cambios tan sonados como la caída del absolutismo monárquico en Francia o el desarrollo de la Primera Revolución Industrial. De hecho, fue en ese período cuando se fundó la primera universidad rusa y cuando aquel país, que hasta entonces arrastraba un pesado lastre feudal, empezó a fomentar la educación pública. 

Para ello, Catalina, ya en solitario al enviudar en 1725, contó con la colaboración de Voltaire, al que consultaba por vía epistolar, y otros sabios, a quienes invitó a instalarse en San Petersburgo, caso de Leonhard Euler (ingeniero, matemático, físico, astrónomo, geógrafo y filósofo) o Peter Simon Pallas. Este último era un zoólogo y botánico berlinés que, tras doctorarse a los diecinueve años de edad y completar su formación médica en Gran Bretaña y Países Bajos, publicó diversas obras en las que añadía nuevas especies a la taxonomía cuvierana, que él mismo había actualizado con el visto bueno del mismo Cuvier. En 1767 aceptó la invitación de la zarina para dirigir la Academia de Ciencias de San Petersburgo y viajó de un extremo a otro de Rusia recolectando especímenes, tanto animales como vegetales y minerales, a la par que era elegido para la Real Academia de Ciencias de Suecia. Ahora bien, él tenía claro quién era su principal mecenas y se quedó en tierra rusa, compatibilizando su tarea de profesor de miembros de la familia real con la publicación de tratados científicos. 

 

Peter Simon Pallas en un grabado de A. Tardieu (Wikimedia Commons)

Catalina, que estaba entusiasmada con él y le compraba sus libros a precio de oro, tuvo una idea propia de esa tendencia ilustrada que, en general, se había extendido entre los reyes europeos: hacer un diccionario universal de los idiomas que se hablaban en los territorios del Imperio Ruso, una entidad que aglutinaba a más de un centenar de etnias diferentes debido a su colosal extensión, que abarcaba desde el Cáucaso hasta Finlandia, desde la frontera con Afganistán y la India hasta Siberia, desde la península pacífica de Kamchatka hasta Alaska… Probablemente esa diversidad fue la que llevó a la emperatriz a a ensanchar sus miras y de su propósito inicial, concebido en 1784, pasó al año siguiente a otro todavía más ambicioso: ampliar el diccionario a todo el mundo. La mayor pretensión del nuevo proyecto iba indefectiblemente unida a una complejidad acorde a sus dimensiones y ella misma lo experimentó al comprobar que su primera elección de vocablos rusos para traducir, entre doscientos y doscientos ochenta y cinco que escribió de su puño y letra, creció pronto a cuatrocientos, amenazando con seguir la progresión. 

Para evitar que el proyecto se volviera inviable, decidió que ése fuera el número definitivo, encargando la traducción multilingüe a una comisión que dirigiría Peter Simon Pallas, dado que el primer elegido, el médico y naturalista suizo Johann Georg Ritter von Zimmermann, declinó amablemente incorporarse a su elenco de ilustrados. Otro reclutado para la empresa fue el editor alemán Friedrich Nicolai, que le envió a Pallas un trabajo que aún no había publicado y llevaba por título Tableau genéral de toutes les langues du Monde avec un catalogue préliminaire dex principaux dictionnaires, que debía servir de guía para la bibliografía a consultar. Esa obra, junto con las de los historiadores, lingüistas y bibliógrafos asentados en San Petersburgo, Friedrich von Adelung y Hartwig Ludwig Christian Bacmeister, entre una veintena más, decidieron a Catalina a dar otro giro al proyecto. 

 

Friedrich Nicolai retratado por Ferdinand Collmann (Wikimedia Commons)

En efecto, se le ocurrió una segunda ampliación, aún más osada: no conformarse con los idiomas nacionales, incorporando también las lenguas indígenas de América y Filipinas. Dado que no se trataba de dominios nacionales sino extranjeros, españoles, la dificultad aumentaba y hacía necesaria la colaboración de la Corona hispana. En realidad, primero recurrió a los jesuitas por una razón evidente: la importancia que tenían entre los nativos americanos y el conocimiento de sus culturas, ya que la labor evangelizadora desarrollada con ellos se había distinguido precisamente por ganarse su confianza aprendiendo su idioma y zambulléndose en su estilo de vida. Ahora bien, se presentaba un problema: la orden había sido expulsada de España en 1767, proceso del que el encargado de negocios ruso en Madrid, Nicolás Khotinski, mantuvo informada en todo momento a Catalina, ya que la Compañía estaba presente en Rusia desde el siglo XVI. 

Curiosamente, también había sido también expulsada de allí en 1689, regresando gracias a Pedro I pero estando siempre bajo la sombra de la sospecha; la emperatriz misma la definió en una ocasión como “la más pérfida de las órdenes latinas”. Sin embargo, la ausencia de problemas desde entonces y el interés que podían ofrecer los jesuitas de cara a una expansión por Norteamérica -en 1769 se produjo un roce con España al intentar expandirse desde Alaska hacia la Alta California- la volvieron más empática en lo sucesivo, favoreciendo a la Compañía ante los rumores que circulaban sobre el plan del papa Clemente XIV de disolverla y sin atender el apremio de rechazo que le hacía el secretario de Despacho de Estado (primer ministro) español, conde de Floridablanca.

 

El conde de Floridablanca retratado por Pompeo Girolamo Batoni (Wikimedia Commons)

Consecuentemente, se imponía la diplomacia. Al fin y al cabo, la relación con España era buena porque su rey, Carlos III, estaba interesado en una alianza rusa como contrapartida de su sempiterno enfrentamiento con Gran Bretaña y, además, en 1759, había reconocido el título de zar como equivalente de emperador; hasta entonces se consideraba orientalizante y exótico, menor en una palabra (por eso el propio Pedro I lo había sustituido por el otro título al fundar el Imperio Ruso como continuación del Imperio Bizantino). Así pues, debió resultar sorprendente en la corte de Madrid el recibir en 1785, desde Rusia, la insólita petición de Catalina II interesándose por las lenguas autóctonas de las Indias Occidentales y la inclusión de una lista de libros, impresos, manuscritos y vocabularios de ellas que decía necesitar, además de una relación de términos que deseaba traducir a tantas lenguas como fuera posible. 

El encargado de transmitir los deseos de la zarina fue el encargado de negocios español en San Petersburgo, Pedro Normande y Merican, que el 4 de noviembre de 1785 envió la solicitud al mencionado conde de Floridablanca:  

“S.M. I me ha hecho pedir por el señor conde de Besborodsko el procurárselas [las traducciones que son relativas a América], haciéndome entregar: 1º, un impreso en que se expresa el plano de la obra; 2º, un ejemplar de su diccionario en las lenguas rusa, latina, alemana y francesa; y 3º, un apunte manuscrito de los libros que tratan de las lenguas de América de que carecen aquí y que suponen se hallan, a lo menos, en las Bibliotecas Reales de España...” 

La correspondencia que mantuvieron ambos revela que entre las lenguas reclamadas estaban la japonesa, las diversas de Filipinas y la vasca (a la que en las cartas se refieren indistintamente como “Bascongada”, “Bizcaína” y “Bascuence”, identificándola erróneamente como dialecto céltico), de las que no había bibliografía en todo el Imperio Ruso.

El rey Carlos III retratado por Raphael Mengs (Wikimedia Commons)
 

No debe extrañar la confianza depositada en la Corona española, pues desde los inicios de su proceso colonizador del Nuevo Mundo empleó el idioma como herramienta de cohesión, descartando la idea inicial de imponerlo sobre los que hablaban los locales ante la imposibilidad de llevarlo a cabo de forma efectiva. Así lo reflejaron las Leyes de Burgos de 1513 y otras disposiciones posteriores, que pusieron a los misioneros al frente de la enseñanza, siendo sus primeros pupilos los que a su vez, al cabo de cuatro años, pasarían a instruir a otros. En eso hubo discrepancias, pues si los franciscanos querían evangelizar en castellano, los jesuitas preferían usar el dialecto que emplearan los indios en cada sitio, lo que permitía adiestrarlos también en los oficios artesanos. 

En 1583, el Tercer Concilio Limense ordenó hacer la catequesis de esa segunda manera, sin imposiciones: "Cada uno ha de recibir la doctrina de manera que la entienda, el español en su lengua y el indio en la suya". Por tanto, los indígenas conservaron sus diversos idiomas, aprendiendo además el castellano. Como puente entre ambas, se potenció el uso de las hablas principales (náhuatl en Nueva España, cakchikel en Guatemala, quechua en Perú, aymara en el resto de regiones andinas, tupí-guaraní en Paraguay y zonas amazónicas) y es significativo que, por ejemplo, el primer libro impreso en Perú, Doctrina cristiana y catecismo para la instrucción de indios (1584), se publicase en español, quechua y aymara. 

 

Vocabulario castellano-bicol
 

Antes, se habían fundado las universidades de Santo Domingo, México y Lima, que tenían cátedras de las lenguas que se hablaban en sus respectivas áreas, tal como confirmaría una real cédula de Felipe II en 1580 para las ciudades en las que hubiera audiencias reales. También fue este monarca el que en 1596 rechazó una propuesta del Consejo de Indias para castellanizar a los indígenas de forma obligatoria, juzgándolo contraproducente; por contra, en ese mismo último cuarto de siglo, se exigió a cada eclesiástico aprender el idioma general de su virreinato so pena de una rebaja de su salario. 

Esas políticas cristalizaron en forma de vocabularios, diccionarios y gramáticas que mejorasen el habla aprendida oralmente y eliminasen los errores que, a menudo, eran objeto de burla por parte de encomenderos y colonos, retrayendo a los indios. Desde que fray Andrés de Olmos escribiera en 1547 la primera gramática del Nuevo Mundo en lengua indígena (Arte de la lengua mexicana), Horacio Carochi, Antonio del Rincón, Pedro de Cáceres, Alonso de Molina, Juan Baptista de Lagunas, Domingo de Santo Thomás, Antonio Ricardo, Diego González Holguín, Alonso de Huerta, Maturino Gilberti, Diego de Torres Rubio y Juan Roxo Mexía y Ocón fueron algunos de los autores de gramáticas indígenas, de las que sólo en México, por poner un caso, se hicieron sesenta y seis obras sobre náhuatl en apenas medio siglo; al fin y al cabo, fue el primer sitio de ultramar en tener una imprenta, en 1539.

 

Portada de una edición de 1645 de Arte de la lengua mexicana (Fundación Alfredo Harp Helú)

El panorama cambiaría sustancialmente con los llamados Austrias Menores y los Borbones, que procedieron a impulsar una castellanización más intensa para mejorar la administración y fomentar la unidad política, igual que en la metrópoli. Una real cédula de Carlos III, dictada en 1770, ordenaba taxativamente procurar la extinción de las lenguas autóctonas en sus dominios, suprimiendo las cátedras, pero para entonces ya había abundante bibliografía en ese sentido. Por eso el soberano, atendiendo la solicitud de Catalina, cursó la orden correspondiente y en 1787 se abrió el preceptivo expediente, hoy conservado en el Archivo General de Indias y con nada menos que trescientas cuatro hojas. La Secretaría de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia de Indias, dirigida por Antonio Porlier y Sopranis, se ocupó de reunir los libros trasladando la orden recibida al otro lado del Atlántico: 

"Expídanse Reales Órdenes a los virreyes de México, el Perú, Santa Fe y Buenos Aires, y al gobernador de Filipinas y presidente de Guatemala, acompañándoles copias del índice nº 1 y nº 2 remitidas por la vía del Estado para que, valiéndose de las personas más instruidas y prácticas de las lenguas que corran en sus respectivos territorios, procuren por su medio adquirir uno o dos ejemplares de las obras comprendidas en el índice".

 

Antonio Porlier y Sopranis retratado por Goya (Canarias América)

Desde el Virreinato de Nueva España se enviaron cuatro ejemplares "de otras tantas lenguas"; desde Perú algunos más, pero sólo de quechua y aymara por considerarse esas hablas más cultas que las otras dos, el mapuche y el chimú; Nueva Granada fue el que mayor cantidad de volúmenes envió, veintiuno, todos de lengua sáliba porque de otras como la chibcha o la achagua únicamente había un volumen y debía hacerse una copia; de Buenos Aires apenas hay noticias y no consta que mandase nada; de la Gobernación de Filipinas llegaron cinco diccionarios de tagalo, bicol, cagayán, pangasinán, bisaya y zámbala, respectivamente; de Guatemala algunas obras de quiché, pocomán, pokomchí, pupulaca, cakquichel, cakchí, cabécar, chol, zotul, tzutujil, tzendal, chanabal, zoque, subinha, chapaneca, lean, mam, viceyta, mulia y térrava. 

Todos esos libros, que consistían en vocabularios, manuscritos, gramáticas, diccionarios y catecismos, debían incorporarse al Linguarum totius orbis vocabularia comparativa; augustissimae cura collecta, que tal era el título dado por Pallas a la magna obra. En ella figuraban ya cincuenta y un lenguas europeas más ciento cuarenta y nueve asiáticas y treinta africanas. También había veintitrés amerindias, una mínima cantidad de las existentes porque, lamentablemente, el grueso de ellas nunca pudo formar parte del conjunto y, en realidad, únicamente cinco de esas lenguas pertenecían a la América hispana: maipure, mexicano, peruano, surinam -subdividido a su vez en arauco, criollo, saramaco y tamanaco- suwazkisch. Ello se debió a que España no llegó a enviar a Rusia los libros prometidos y lo único en lenguas indígenas que se incluyó -en la segunda edición- fue lo que proporcionaron los jesuitas por su cuenta.  

 

Portada de un diccionario castellano-saliba

Se ignora la razón exacta de esa omisión, pero seguramente influyó la muerte de Carlos III en 1788 y la consiguiente coyuntura política española, que experimentó un brusco parón cultural debido al cierre de fronteras decretado por el nuevo gobierno de Carlos IV ante el temor de un contagio a España de la Revolución Francesa. Se supone que aquel material remitido desde ultramar es el que enriquece hoy las colecciones de la Real Biblioteca y la Biblioteca Nacional, que tienen volúmenes con traducciones del mosca, andaquí, ceona, caribe, arauca, achagua, motilona, guayana, otomaca, taparita y varura. Pero el grueso de lo enviado a través del océano está en el Archivo General de Indias, donde se conserva el expediente de la petición de la zarina, bajo el epígrafe Expediente causado con motivo de ciertas noticias pedidas por la Emperatriz de Rusia, Catalina II, sobre las lenguas indígenas de las provincias españolas de Ultramar, para la realización de un Diccionario Universal, cerrado en 1792.


BIBLIOGRAFÍA:

-ALPERÓVICH, Moiséi S: La expulsión de los jesuitas de los dominios españoles y de Rusia en la época de Catalina II.

-CALVO PÉREZ, Julio: El proyecto de Catalina II y la corona española.

-LARRUCEA DE TOVAR, Consuelo: The history of linguistics in Spain: José Celestino Mutis (1732-1808) and the report on American languages ordered by Charles III of Spain for Catherine the Great of Russia.

-LEÓN-PORTILLA, Miguel y Ascensión: Las primeras gramáticas del Nuevo Mundo.

-OROPESA OROPESA, Felipe: El proyecto enciclopédico de las lenguas indígenas del Nuevo Mundo (1785-1792).

-PEDROVIEJO ESTERUELAS, Manuel: Primeros contactos del español con las lenguas indígenas de América.

-STALA, Ewa: Diccionario de Catalina la Grande (1787-1789). Análisis del material español.

-ZWARTJES, Otto: Las gramáticas misioneras de tradición hispánica (siglos XVI-XVII).

 

Imagen de cabecera:  Orden para transmitir a los virreinatos el encargo de recopilar los libros y lista de palabras propuesta por Catalina la Grande (Archivo General de Indias).

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