Las mil caras del general Custer


Genocida, loco, excéntrico, valiente, alcohólico, irresponsable, temerario, irascible, ambicioso, irascible, corrupto, mal militar, espléndido jinete... Ésta es una pequeña selección de los adjetivos a los que suele ir ligada la figura de George Armstrong Custer, siendo unos más o menos ajustados a su personalidad mientras que otros -la mayoría- tienen poco o nada de real. Pocos personajes históricos contemporáneos han sido más maltratados y confundidos, a menudo debido a que la imagen que ha quedado de él procede de películas que, más allá de su calidad cinematográfica, no reflejan sino el estereotipo que consideraban necesario para ensalzar o criticar al protagonista, en vez de tratar retratarlo de verdad (hay alguna excepción, como la miniserie televisiva de 1991 Son of the Morning Star, titulada en España Ésta es nuestra tierra, una adaptación del aclamado libro homónimo de Evan S. Connell).

A pesar de la fama de exterminador de indios que le cuelgan innumerables artículos cargados de tópicos y errores, y siendo verdad que pocos tenían la experiencia con los nativos que llegó a alcanzar él, el caso es que Custer apenas entabló batallas contra ellos propiamente dichas. En su currículum figuran Washita y Little Bighorn pero lo demás no pasaron de simples escaramuzas o tiroteos lejanos en los que a menudo ni siquiera había bajas, ya que todo consistía en interminables persecuciones por las praderas para hacer volver a las tribus a sus reservas y casi siempre terminaban escabulléndose, escapando a través de la frontera canadiense. 

Por otra parte, la relación de Custer con los indios no sólo no se ajusta al concepto de genocidio -que, además, como figura jurídica no nació hasta el siglo XX- sino que, de hecho, era bastante más asertivo hacia ellos que la mayoría de sus compañeros y coetáneos, hasta el punto de que denunció más de una vez las políticas de persecución que desarrollaba el gobierno y ello le granjeó duras críticas de ciertos sectores políticos. Custer simplemente consideraba a los indígenas el enemigo al que sus superiores ordenaban combatir, adoptando un punto de vista estrictamente profesional, tal como refleja en su libro My life in plains (Mi vida en las llanuras, 1874), que aparte de ser un interesante documento etnológico y antropológico, reseña las atrocidades que hacían los indios en guerra pero también las del ejército.

Él mismo lo había expresado ya en 1858, en un pequeño ensayo que escribió cuando estaba en West Point y que llevaba por título The Red Man (El piel roja), en el que decía cosas tan sorprendentes como ésta: "Ahora los contemplamos al borde de la extinción, sosteniéndose en su último punto de apoyo, agarrando con firmeza sus rifles teñidos de sangre, resueltos a perecer en mitad de los horrores de las matanzas, y pronto se hablará de una raza noble que antaño existió pero que a día de hoy ha desaparecido". Aquel era un trabajo primerizo y algo ingenuo, que posteriormente, ya como veterano y después de ver muchos horrores como adversario del indio, matizaría. Pero aún así todavía diría: "Nosotros lo vemos como es y, hasta donde alcanza nuestro conocimiento, como siempre ha sido: un salvaje en el sentido estricto del término; no peor, quizás, que su hermano blanco criado de manera similar..."

La única acción controvertida que se le achaca fue la de Washita, durante la cual dirigió el asalto por sorpresa a un poblado cheyenne provocando un número indeterminado de muertos, entre ellos varias mujeres y niños. Ahora bien, eso ocurrió en noviembre de 1868, después de que partidas de guerreros de diversas tribus coaligadas atacaran asentamientos blancos matando a una quincena de hombres, violando a varias mujeres y secuestrando a otras. El número de bajas civiles sumaba más de centenar y medio desde el año anterior y la opinión pública clamaba por poner fin al problema indio, que se consideraba un obstáculo para el progreso, resaltando siempre su brutalidad sin tener en cuenta que el comportamiento de los blancos no era muy diferente. Así, se decidió dar una respuesta contundente en la que participó el 7º de Caballería.


Esquema de la batalla de Washita (Wikimedia Commons)

El campamento indio consistía, en realidad, en un conjunto de ellos, con cheyennes, arapajos, comanches  y kiowas, sumando un total de unas seis mil personas. No todos eran hostiles (así se denominaba a los considerados beligerantes y, consecuentemente, combatibles por el ejército), pero los exploradores osage informaron de que las partidas agresoras se habían refugiado allí, así que el general Sheridan inició una campaña en la que tres columnas debían converger sobre el río Washita y el 7º de Caballería constituía una de ellas. Tras la carga, fulminante y victoriosa a ritmo de Garryowen bajo una intensa nevada, Custer ordenó retornar al tren de suministros, aunque una de sus compañías se separó demasiado persiguiendo al enemigo y parte de ella terminó exterminada por éste sin que él acudiera en su ayuda, para evitar caer en una emboscada al enterarse de que había más poblados.

Ésa polémica decisión fue acompañada de otra que le sugirió su jefe de exploradores, Ben Clark: usar a cincuenta y tres mujeres y niños cheyennes que había tomado prisioneros como escudos humanos durante el regreso; el ardid tuvo éxito y los indios renunciaron a hostigarles. El número de bajas indias nunca se ha aclarado porque no hubo recuento oficial, ya que Custer se limitó a preguntar a cada uno de sus ayudantes cuántos habían matado sus hombres y es significativo que todos coincidieran en sumar la misma cantidad total, ciento tres (incluyendo algunas mujeres y niños), mientras que los propios cheyennes redujeron el número a once guerreros más diecinueve mujeres y niños; los guerreros solían dejar atrás a sus familiares al ser atacados, de ahí que el 7º pudiera haber hecho tantos rehenes.


Prisioneros cheyennes capturados en Washita (Wikimedia Commons)

Custer obedeció la orden de Sheridan de matar a los guerreros y llevarse a sus familias prisioneras, aunque una cosa es decir eso sobre el papel y otra llevarlo a cabo en el caos de un combate. De todas formas, no se trató de una matanza a sangre fría porque las mujeres indias podían empuñar las armas igual que los varones y, de hecho, los propios soldados sufrieron una veintena de fallecidos en combate. El hecho de que la cantidad de muertos fuese tan limitada y que se hubiera producido en el contexto de una batalla con considerables bajas propias hace que incluso hoy la administración estadounidense se niegue a comparar ese episodio con otros más claramente infames, como el de Sand Creek (el que muestra la película Soldado azul). No obstante, algunos periódicos del Este fueron muy críticos, así que la duda queda ahí.

¿Era Custer un loco? El cineasta Arthur Penn lo presenta, en efecto, como una especie de psicópata en Pequeño Gran Hombre. Pero sólo es fruto de la moda indigenista que caracterizó la gran pantalla entre los años sesenta y setenta, invirtiendo los roles acostumbrados hasta entonces de pieles rojas malvados y rostros pálidos heroicos. Sí se le podía considerar, en cambio, bastante excéntrico; así habría que calificar a quien desviaba la ruta de su columna para evitar que pisase una madriguera de perros de las praderas, quería llevar a su banda de música al campo de batalla (tuvieron que prohibírselo expresamente) o abandonaba a los suyos durante el retorno de una campaña para adelantarse al fuerte y ver a su esposa Elizabeth cuanto antes, lo que también le haría acreedor a la acusación de irresponsabilidad y un consejo de guerra (algo habitual, por otra parte, pues se hacían unos trece mil cada año).


Custer y su esposa Elizabeth (Wikimedia Commons)
Eso no derivaba del consumo de alcohol, como suele decirse. Custer, que antes de conocer a Libby bebía, lo dejó radicalmente y no volvió a probar una gota -ni en las comidas- después de una ocasión en que una borrachera le hizo ponerse en evidencia; no se puede aclarar cómo ocurrió porque lo contó ella, en sus memorias, sin entrar en detalles. El caso es que casi todos los militares estadounidenses de la época fueron grandes bebedores y raro era el que no tenía alguna sanción en su expediente por ello; incluso dos oficiales a sus órdenes en Little Bighorn, como Benteen y Reno, por no hablar del mismísimo Ulysses Grant. Asimismo, es sabido que a menudo y pese a estar prohibido, los soldados solían llevar cantimploras con whisky aparte de agua. Es curioso añadir que Custer hizo el mismo esfuerzo por no volver a blasfemar ni decir tacos; con menos éxito.

Eso no tenía nada que ver con su competencia profesional, que es otra de las cosas que suelen atribuírsele basándose en que fue el último de su promoción en West Point. Ahora bien, para entender esa clasificación hay que saber cómo se realizaba: cada cadete recibía una serie de puntos por sus méritos académicos pero, a la vez, se le adjudicaban negativos por razones tan variadas como banales y si uno era un poco especial, como Custer, podía encontrarse con un montón de negativos: setecientos veintiséis constan en su expediente, aunque cabe señalar que el antepenúltimo tenía seiscientos noventa y cinco, y así sucesivamente hasta el total de la promoción, que, interrumpida por el estallido de la Guerra Civil, sólo fue de treinta y cuatro licenciados. 

Merece la pena echar un vistazo a los deméritos anotados porque figuran cosas tan estrambóticas -algunas desconcertantes incluso- como tener comida en la habitación, poner cubiertos en la chimenea, mover los brazos de forma exagerada en la formación, lanzar bolas de nieve, tirar migas a sus compañeros en el comedor, reincidencia en llegar con retraso, etc. Nada que denote un buen o un mal futuro como militar; si acaso, era la evidencia de que se trataba de alguien bastante inquieto, hiperactivo, quizá por genética, pues su hermano Tom era incluso peor. En cualquier caso, sí sobresalía en las actividades físicas, como fuerza o montar a caballo.


El cadete Custer en 1859 (Wikimedia Commons)
¿Y valiente? Es acaso lo único que no le niega nadie a Custer desde que, durante la contienda contra la Confederación, dirigiera una carga de sus cuatrocientos voluntarios de Míchigan contra una división entera del enemigo, perdiendo ochenta y seis hombres (una constante, eso de tener muchas bajas propias, aunque él parecía invulnerable y sólo una vez resultó herido leve pese a que llegó a perder once monturas). Asimismo, en Gettysburg se enfrentó con éxito a la caballería de Jeb Stuart y en Winchester, con sólo medio millar de jinetes, derrotó a una brigada confederada haciéndole setecientos prisioneros. Como se ve, no le faltaba tampoco audacia y temeridad, dos cualidades que suelen situarse siempre en el filo de la navaja y se decantan hacia un lado u otro en función de su resultado final: en los casos reseñados fue audaz; en Little Bighorn, temerario.

Precisamente Little Bighorn, su perdición -aunque, en cierto modo, también su consagración-, no debe analizarse con el habitual simplismo. Se le reprocha haber rechazado las ametralladoras Gatling que le ofrecieron, pero le hubieran hecho ir mucho más lento y probablemente nunca habría alcanzado a los indios. Se le critica que desobedeciera las órdenes que tenía de esperar y atacase por su cuenta el poblado, pero la improvisación forma parte de la guerra -que le pregunten al duque de Medina Sidonia-  y temía que el enemigo se fuese antes de llegar las columnas de Terry y Gibbon, poniéndose a salvo al otro lado de la frontera una vez más (y, en efecto, las otras columnas llegaron tres días tarde). Se le censura atacar un campamento tan grande pero lo cierto es nunca se percató de ese tamaño porque se dividía en dos partes, quedando la segunda oculta por un meandro arbolado.

Y eso que lo estuvo observando una hora junto a sus exploradores, pese a lo cual tampoco se vieron guerreros -él dedujo que habían salido, aunque estaban en sus tiendas, haciendo quizá un ritual de purificación- y, pensando que sólo había mujeres, ancianos y niños, no es extraño que decidiese atacar y hacerlos rehenes, como tan bien le había salido en Washita. Consecuentemente, tomó la decisión de dividir sus fuerzas en tres columnas, la crítica más fundamentada porque perdía potencia de fuego, si bien se trataba de la táctica normal en esos casos. Simplemente falló un imponderable -la inesperada superioridad numérica del rival- que dio al traste con todo.


La última posición de Custer en Little Bighorn (Michael Schreck) (Pinterest)

¿Y qué hay de la corrupción? Ya vimos que fue procesado por abandono del puesto para ver a su mujer y lo volvió a ser por ejecutar sumariamente a unos desertores. Pero esto último denota más dureza  que inmoralidad -ya había cumplido sin pestañear la orden de Sheridan y Grant de acabar en el acto con todo guerrillero rebelde- y, aunque pudo costarle la expulsión del ejército, al final todo quedó en suspensión de empleo y sueldo por un año. 

Sin embargo, Custer todavía tendrá un problema más grave cuando testificó contra el secretario de Guerra, al que se acusaba de aceptar sobornos, implicando al hermano del presidente Grant. Como venganza, éste le separó del mando justo cuando iba a empezar la campaña contra los sioux, a la que sólo pudo reincorporarse por mediación de los generales Sheridan y Terry. El coronel Hughes contó que vio personalmente una imagen insólita: Custer arrodillado ante Terry pidiendo su intercesión con lágrimas en los ojos.


Custer con uno de sus perros, en 1862 (Wikimedia Commons)

Eso contrastaba radicalmente con su eventual carácter irascible, el mismo que le llevó una vez a disparar su revólver en una discusión con su explorador indio favorito (que tuvo que esconderse tras un árbol), a prender fuego a los matorrales que rodeaban la tienda de campaña de su hermano porque se quedó dormido o a castigar a un soldado a cargar con un barril colgado de sus hombros durante días. Era su particular forma de convertir una unidad militar más en una fuerza de élite en un contexto, el decimonónico, en el que no había demasiados tapujos en ese sentido: castigos típicos eran, aparte de los latigazos (prohibidos en 1861, aunque siguieron usándose), marcar a fuego, colgar de los pulgares, atar una bola de hierro con una cadena a un pie o crucificar horizontalmente en el suelo.

Ahí entra en escena su presunto racismo, pues cuando le concedieron el mando del 7º había solicitado un regimiento integrado por blancos. Custer era un hombre del siglo XIX, pecando por tanto de lo mismo que los demás: considerar a las otras razas culturalmente por debajo de la blanca y, por ello, oponiéndose a envilecerla con la concesión del voto negro; "es como si a un jefe indio le entregáramos el Papado de Roma", dijo una vez en alusión al concepto que se tenía de los negros como niños grandes. No obstante, siempre se mostró amable y cordial con ellos, además de partidario de permitirles ascender en el ejército "hasta el grado en que su capacidad e inteligencia lo permitan".


Custer de civil en 1869 (Wikimedia Commons)
Tampoco tenía tapujos en mezclarse con los indios, pues parece ser que incluso se enamoró de una squaw cheyenne que sobrevivió al asalto de Washita. Se llamaba Mo-nah-se-tah (o Me-o-tzi, que significa "Joven hierba que brota en primavera"), tenía diecisiete años y era hija del jefe Pequeña Roca, que falleció durante el combate. Por lo visto, ella no sólo no estaba contenta con el marido que le había buscado su padre sino que lo dejó inválido de un disparo y se divorció. Por eso, casarse nada menos que con el Hijo del Lucero del Alba (el nombre que los indios daban a Custer) parecía un magnífico plan. Él cuenta que la hermana del jefe cheyenne Olla Negra puso la de Mi-o-tzi sobre la suya en lo que interpretó de buena fe como una bendición pero en realidad era un enlace matrimonial. 

Sin embargo, no parece probable que fuera tan ingenuo y la descripción que le dedica en su libro My life in plains revela un interés bastante humano. Lo probaría el hecho de que meses después ella dio a luz a un hijo que los cheyennes aseguraban que era suyo, aunque las fechas no coincidían y el niño tenía rasgos marcadamente indígenas. Pero luego hubo un segundo bebé y fue distinto porque tenía piel clara y cabello rubio, razón por la que fue bautizado con el nombre de Pájaro Amarillo. Otras mujeres también tuvieron hijos mestizos, por cierto, lo que revelaba la paternidad de los blancos y, acaso, confirmaría la denuncia hecha por el capitán Benteen de que Custer había invitado a todos los oficiales a tomar una squaw de entre las prisioneras.

El matrimonio -o lo que fuese- duró dos años y, por supuesto, era extraoficial. Benteen, por otra parte famoso debido a sus comentarios a posteriori rezumantes de bilis y resentimiento (perdió algunos amigos en Washita y culpaba a su superior), sugirió que Tom, el hermano de Custer, mantenía un affaire con Libby, lo que podía ser una explicación a por qué ella nunca tuvo hijos con su marido, alternativa al rumor que buscaba la razón en que él le había contagiado una enfermedad venérea. Por cierto, hay quien opina que Tom era también el verdadero padre de Pájaro Amarillo, ya que su hermano habría quedado estéril por dicha enfermedad. Todo son conjeturas, unas con más fundamento que otras pero casi ninguna resoluble hoy en día.

Mo-nah-se-tah (Wikimedia Commons)

Faltaría aclarar un último punto sobre Custer: la presunta ambición política, que le habría llevado a realizar la imprudente carga en Little Bighorn para monopolizar la victoria sobre los indios y dar impulso así a su candidatura a la presidencia. En realidad ese ataque respondía a una táctica que, como se ha explicado, ya había probado anteriormente con buenos resultados y que, además, trataba de aprovechar la creencia -errónea- de que los guerreros sioux estaban ausentes del campamento para tomar como rehenes a sus familias y forzarlos a rendirse. Custer era simpatizante del Partido Demócrata y por eso recibió duras críticas de la prensa republicana, pero no consta en ningún sitio que planease una carrera como político.



Todo esto y mil detalles más imposibles de reproducir aquí por falta de espacio, modelan a un jugoso personaje que se distingue bastante del estereotipado loco, inepto y sádico que tan extendido está. Y es que, al fin y al cabo, la confusión -o el desconocimiento- afecta incluso a su misma definición y el título de este artículo no está elegido al azar. Custer no era general de brigada; ascendió a ese cargo directamente, desde el de capitán, durante la Guerra de Secesión, siendo así el general más joven de la historia de EEUU con veintitrés años. Al terminar la contienda retomó su grado anterior -si bien no tardó en ascender a teniente coronel-, pero con derecho a conservar el tratamiento. 

Por supuesto, no desaprovechó esa ocasión para fotografiarse una y otra vez con los rimbombantes uniformes que él mismo diseñaba (el ejército dictaba unas normas básicas pero cada mando podía introducir toques personales), como éste de terciopelo que vemos a la izquierda. La atención que prestaba a su imagen le convirtió en referencia mediática continua y en Little Bighorn hasta llevaba consigo su propio reportero de guerra. Y, por cierto, no: cuando perdió la vida no llevaba su lustrosa cabellera porque se la había rapado antes de empezar la campaña, al notar que le escaseaba ya el pelo. 


BIBLIOGRAFÍA:
-CONNELL, Evan S: Custer. La masacre del 7º de Caballería.
-BROWN, Dee: Enterrad mi corazón en Wounded Knee.
-PANZERI, Peter y HOOK, Richard: Little Big Horn 1876. Custer's last stand.
-CUSTER, George Armstrong: My life on the plains.
-CUSTER, Elizabeth B: Boots and saddles, or life in Dakota with general Custer.
-CEBRIÁN, Juan Antonio: Pasajes de la Historia: Custer, Cabellos Largos.

Imagen cabecera: George Armstrong Custer (Dan Nance). Pinterest
Imagen final. Custer con uniforme de terciopelo en 1864 (Wikimedia Commons)

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