La batalla entre los españoles y los indios tihuas narrada por Ignacio del Valle en su novela "Coronado"


El escritor ovetense Ignacio del Valle acaba de publicar Coronado, una novela que narra uno de los viajes más épicos de la historia del descubrimiento y conquista de América, el que llevó a Francisco Vázquez de Coronado a atravesar la mitad sur de los actuales Estados Unidos durante dos años entre 1540 y 1542, en busca de las riquísimas  -pero míticas- siete ciudades de Cíbola. Al frente de tres centenares de españoles y un millar de indios aliados cruzó Arizona, California, Nuevo México, Texas, Oklahoma y Kansas. Por el camino, uno de sus capitanes, García López de Cárdenas, descubrió el Cañón del Colorado. Precisamente fue éste quien recibió la orden de tomar Arenal, nombre que los expedicionarios dieron a un poblado tigua (o tihua), una tribu de los indios pueblo que se había rebelado y matado a varios mexicas aliados. Éste es el magistral relato de la batalla que nos deja el autor, puesto en  boca de uno de los franciscanos que formaban parte de la columna.

Era veintidós días de diciembre de mil quinientos cuarenta, y en aquella mañana heladora, el aliento de cientos de hombres y caballos producía una bruma que se sumaba a la ligera cortina de nieve que iba cayendo inconsútil. Los árboles estaban cubiertos de enormes velos de hielo, el frío nos atenazaba el cuerpo como una tenaza de hierro; el aire olía a grasa, pues los hombres untaban el ventalle de la celada con ella, bien del caballo o de indio muerto. Se aderezaban las armas, podía ver espadas que llevaban grabadas en la hoja títulos como Lobera o Bebesangre o el famoso Etamsiat occideret me in ipso illo esperato. Las ballestas se tensaban: se aseguraban las nueces y se aprestaban los virotes. Se levantaban los estandartes, que se hinchaban y gualdrapeaban, revolaban las banderas; los hombres estaban nerviosos y tenían náuseas. Cárdenas intercambió algunas palabras con sus ayudantes (...)

Ruta de la expedición de Coronado (Wikimedia Commons)

A continuación se montó en su caballo y recorrió al trote las líneas de hombres, los arcabuceros, los ballesteros, los caballeros y las formaciones de indios amigos; los saludaba con la cabeza y comprendía el extraño pavor que les iba surgiendo en las tripas  y que imponía a muchos la necesidad de aliviarse, y eructaban, y la comida les subía a la garganta, y no había pocos que se meaban en los pantalones o que vomitaban el desayuno, pero les traía sin cuidado que los vieran: se limpiaban la boca mugrienta y no mostraban la menor vacilación. Ésa era la vida de los soldados. Cárdenas se detuvo y apuntó su caballo hacia las empalizadas de Arenal: un maldito ejército les esperaba tras ellas. Ordenó colocar los cañones; los hombres los llamaban los pedos de Satanás, y los artilleros se desplegaron y no tardaron nada entre esa orden y  recibir la siguiente, que comenzó a plantar árboles de fuego y humo en la empalizada enemiga, y escuché los gritos y los aullidos de las filas españolas, el estremecimiento de miedo y emoción. Santa Madre de Dios, ruega por nosotros. Una densa humareda proveniente de la boca de los cañones saturaba las narices de pólvora y chamusquina, algunos hombres se reían a carcajadas. Cárdenas mandó avanzar a los arcabuceros, dispuestos en dos filas, de forma que mientras unos disparaban los rezagados aprovechaban para cargar. Las escopetas destellaron entre el dosel de nieve al tiempo que los rodeleros les iban cubriendo como podían de las piedras y las flechas que el pueblo comenzaba a escupir. 

La conquista del Colorado (Augusto Ferrer-Dalmau en Wikimedia Commons)

La guerra. Demencial. ¿Qué sentido tiene? Veo a los actores de esta función, todos atravesados por las intenciones de todos, la táctica, los impulsos irracionales, el pánico, cada movimiento intencionado que se ve desajustado por el azar. No hay unidad en el acontecimiento y cualquiera que pudiese haber es aportada por mi mente, que sólo es capaz de distinguir fragmentos individuales, un conjunto donde debo recolocar cada cuerpo, lo masivo y lo particular en baile, la necesidad y el accidente, y todo nos lleva a inclinarnos porque el hombre abusa siempre de su poder y tiende a comportarse como amo y por consiguiente a despertar el resentimiento y arrastrar a los pueblos a trágicos trastornos. Ello se encuentra inscrito en la naturaleza del hombre, y dicha naturaleza no cambia, y la batalla de hoy tendrá un final, pero no será un final significativo y la humanidad permanecerá semejante a sí misma y nada tendrá sentido, ningún imperio lo tendrá, si el fin de la aventura no nos lleva al advenimiento del Milenio, porque la verdadera historia de los cristianos no son las victorias y los honores, sino la relación de sus almas con Dios y la venida de Cristo. Cualquier otra consideración es herética.

El reino de Dios en cada intimidad.

Aquello que sólo la pureza de corazón puede asegurarnos.

La consumación de los siglos.

Coronado derrota a los zuñi (W. Langdon Kihn)

Disparar y atinar. Disparar y atinar. Los arcabuceros continuaban destellando. El humo que expelían se movía hacia la derecha, perdía densidad y se desvanecía. Gritos, chillidos. Se estaban cavando muchas tumbas tiguas, pero éstos se mantenían firmes con sus arcos y media docena de flechas aferradas en las manos y devolvían saetas y piedras y detuvieron el avance de los españoles. En el ala izquierda se produjo una algarabía de hombres aterrados que comenzaban a retroceder y vi a un infante perder el capacete y agacharse a recogerlo, y cuando se levantó le alcanzó una flecha y luego una segunda y el hombre se movió como un borracho y cayó de espaldas. Aquello ya no era tanto una carga como un tumulto general. Cárdenas ordenó una acometida de los caballeros que picaron espuelas y mandó que entrasen en escena los indios amigos, que avanzaron entre los soldados que se replegaban. Los tiguas, en cuanto vieron a los odiados mexicas y tlaxcaltecas, nos sorprendieron con un inesperado comodín: flechas incendiarias. llamas filiformes recorrían el aire y se clavaban en los guerreros, cuyas armaduras de algodón se inflamaban obligándolos a revolcarse en la nieve, a retorcerse; algunos ya no se levantaban, y los que lo hacían tenían un enorme agujero de hollín en el pecho. La tensión se mantuvo durante horas, una dialéctica en la que lo único que hicimos fue trabajar hasta el fondo de la fatalidad. Se corría con rapidez el rumor de quiénes eran los soldados con suerte y todos querían juntarse con ellos; un hombre con fortuna desprende una impresión de misterio, de conexión con cierta santidad, que trasciende el humo, la sangre y el dolor. Día y medio se combatió, y entretanto el frío fue socavando las fuerzas (...)

Coronado ante los indios pueblo (Harold Wolfinbarger en Pinterest)

Salieron a la frígida mañana. no tardó en aparecer un tosco carro de dos ruedas, de los llamados chirriones, tapado con una lona encerada. Un artillero de nombre Juan Troyano se subió a él y retiró la cubierta: hileras perfectamente colocadas de vasijas de barro con formas ovoides, que tenían en su parte más alta un agujero perforado con mechas azufradas. El relleno era de pólvora o de alcanfor, y el artillero comenzó a repartirlas entre los caballeros. Cárdenas les dijo "ya sabéis a qué ateneros", y les concretó dos puntos débiles en la empalizada animando a tomar por fuerza lo que no daban por grado y hubo mucho viva el emperador y mucho nos vamos a cagar en tus muertos. García López de Cárdenas encabezó la cabalgada y eligió el extremo sur del pueblo: "Pongamos fin a este miedo" gritó con los ojos desorbitados. Uno de los caballeros llevaba una antorcha prendida y aunque comenzaron a caer piedras, le dio chispa a la mecha y Cárdenas, sin dejar de culebrear con el caballo, la lanzó al otro lado del vallado y se alejaron al galope, no sin que uno de los caballeros recibiera un flechazo en la parte baja de la espalda y su caballo otro en la grupa. El resto de las partidas se esparcieron aquí y allá las huchas que estallaban en una llamarada que se iba contagiando por todo el pueblo (...) La luz se hizo más brillante en medio de la mancha lechosa del día, pinceladas de color anaranjado rodeado por miles de chispas que flotaban en todas direcciones, cada una llevando el germen del primer fuego que era todos los fuegos. A un brochazo le siguió otro ni muy lejano, y las llamas adquirieron una vida propia, se movían casi como personas, sorprendidas de la buena suerte de su repentina e inesperada vida.(...) La masa de indios amigos avanzó siguiendo a un jefe tlaxcalteca de piernas musculosas con el cuerpo rayado en blanco y amarillo, que enarbolaba una pesada espada de dientes de obsidiana; se escuchó un clamor de silbatos, los españoles gritaban Santiago y Dios y a por esos hijos de puta. 

Ilustración de James McConnell (Pinterest)
Los fulgores de alguna flecha incendiaria hendieron el aire, pero en esta ocasión los guerreros entraron por la brecha desbordando a unos tiguas que además intentaban extinguir las llamas, medio sofocados por el humo. Los nuestros también lograron abrirse paso con estocadas y arcabuzazos y terminaron de abrir una hendedura en las empalizadas que inundó Arenal de enemigos. Según me contó luego Zaldívar, los tiguas se hicieron fuertes en algunas casas, que seguían flechándonos a través de saeteras, y aunque la batalla ya estaba decantada continuaron resistiendo para que las mujeres y niños tuvieran tiempo de evacuar. Tras varias horas de lucha encarnizada, los españoles fueron ocupando los últimos reductos hasta que los tiguas comenzaron a rendirse. Sacaban cruces improvisadas por las ventanas y declaraban su intención de doblegarse. Aún así, existe una rabia que rebosa y que encabrona a los soldados y hace que continúen apalizando a los indios que se someten y no es fácil apaciguarlos; cargan como perros de presa ay acuchillan y rematan con una alegría inhumana (...) finalmente, algunos de los nuestros hicieron también la señal de la cruz juntando las hojas de dos espadas y dejaron que los tiguas saliesen de paz (...) Comenzaron a oirse las hachas mientras cortaban y plantaban estacas y fueron atando a los tiguas a éstas: serían unas ochenta o cien. Al resto los guardaron en una carpa más grande para que no se apercibiesen de lo que iba a suceder. cuando los tuvieron sujetos en los postes, les metieron leña, y un soldado con un alfanje corvo que colgaba de un tahalí fue metiéndoles fuego y los indios empezaron a dar alaridos y se retorcían mientras las llamas se los comían vivos (...) Algunos infantes se compadecían de los indios que tenían más cerca y los acuchillaban o alanceaban, pero otros permanecían observando la agonía (...) La ley de Dios era una ley viva, y podía ser dura, exigente, terrible, y cuanto más lo era más me esforzaba en venerarla contra todos mis instintos.. Había que interiorizar su necesidad, y explicar que aquello no lo cometían asesinos o sádicos, sino hombres que tenían familia y querían volver a sus casas y aun así estaban matando y rematando y seguían siendo hombres buenos porque estaban llevando a cabo la obra del Señor. Debían de serlo para que Dios permitiese aquello. Dios, me repetí, que desea que ocupemos el mundo, que hinchemos los lugares despoblados (...) Dios, que ha elevado a España por encima de todos los reinos de la tierra para ejecutar su Providencia en este Nuevo Mundo que será el fin del mundo. Dios. Dios en todo.



Imagen de cabecera: Expedición de Francisco Vázquez de Coronado (Tom Lovell en Pinterest)

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