La prostitución en la España Moderna y la lengua germanesca
El documento que vemos en la imagen adjunta es un pleito abierto contra Miguel García, barbero de la villa de Madrid,
por mantener relaciones sexuales con una prostituta en la calle Toledo, y sirve de introducción perfecta para echar un sucinto vistazo a esa actividad porque está datado en una fecha muy significativa. Es ésta el 10 de
noviembre de 1664, durante el reinado de Felipe IV,en una etapa en la que el monarca se propuso poner fin a la prostitución, seguramente bajo la influencia de Sor Ágreda, abadesa del convento soriano de las Madres Concepcionistas, con la que mantenía intensa correspondencia hasta el punto de considerarla una consejera de Estado. Aduciendo que las mancebías "sólo sirven de profanación, de abominaciones, escándalos e inquietudes, y de traer divertida mucha gente infamemente, y porque no es justo dar lugar a esto en república tan cristiana", el rey prohibió las casas de lenocinio, primero de forma parcial, mediante la pragmática de 1661, y dos años después totalmente. Sin éxito, como veremos.
En la España del siglo XVII había tres tipos de meretrices, según la ley: mancebas (las que vivían con un hombre sin estar casados), cortesanas (que ejercían el oficio con disimulo, aparentando cierto estatus, y popularmente se las conocía como damas de achaque) y rameras (también llamadas busconas o cantoneras, debido a que buscaban a sus clientes por las esquinas o cantones callejeros). Pero esa taxonomía era sólo desde un punto de vista de la legislación. Aparte, estaba la clasificación popular, que en la lengua germanesca abría todo un abanico de posibilidades en nomenclatura, pese a que en buena parte se ha perdido: putas, marquisas, marquidas, cuimas, gayas, marcas, germanas, colipoterras, hurgamanderas, engüeradas, trongas... Algunas denominaciones rozaban lo poético, como cisnes concejiles, niñas del agarro, sirenas de respigón, mulas de alquiler, trótalo-todo o mozas de partido. Las de alto copete eran tusoneras (en referencia a los caballeros del toisón) o, si vivían en su propia casa con cierta discreción, mujeres de amor; por contra, las de menos nivel no pasaban de golfas, rubizas o zurrapas. Ruiz de Alarcón lo explica magistral y humorísticamente en La verdad sospechosa:
Verás, de cautas pasantes,
hermosas recientes hijas;
éstas son estrellas fijas
y sus madres son errantes.
Hay una gran multitud
de señoras del tusón,
que entre cortesanas son
de la mayor magnitud.
Síguense tras las tusonas,
otras que serlo desean,
y aunque tan buenas no sean,
son mejores que busconas.
Éstas son unas estrellas
que dan menor claridad;
pero en la necesidad
te habrás de alumbrar con ellas.
La buscona no la cuento
por estrella, que es cometa;
pues ni su luz es perfecta,
ni conocido su asiento.
Niñas salen, que procuran
gozar todas ocasiones;
éstas son exhalaciones,
que mientras se queman, duran.
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Primeras dos páginas del documento, que se conserva en el Archivo Histórico de la Nobleza (PARES, Portal de Archivos Españoles) |
Cada una de esas acepciones servía para definir un tipo concreto, ya se tratara de una prostituta joven (trucha), vieja (zimitarra), gorda (pandorga), callejera (andorra, de medio ojo), por cuenta propia (mujer de manto tendido), a domicilio (piltrofera), distinguida (marca godeña), con clientela eclesiástica (devota, mula del diablo), con clase o sin ella (escalfafulleros, tragadardos, gorrona de puchero en tinta), alcahueta (tundidora de gustos), acompañante del ejército (maleta, soldadera) o de cliente fijo (amesada). El argot resultaba casi interminable -Quevedo aporta de su cosecha, como niñas del toma y daca- y se extendía a los burdeles, a los que era común referirse como berreaderos, dehesas, cortijos, manflas, piflas, montañas... Como en el caso de sus servidoras, no faltaban nombres más inspirados, caso de campos de pinos y mesones de las ofensas.
Asimismo, el desempeño del oficio estaba tachonado de expresiones características: "cabalgada para Francia" era contagiar una enfermedad venérea; "catalinas", la forma de referirse a las bubas de la sífilis, "descolgar la cama, practicar el sexo (porque no se usaban camas sino hamacas); "mandil" se aplicaba al criado de un rufián o una prostituta; "dar perro muerto" consistía en no pagar después del servicio; "batín" era la ganancia en la transacción carnal (también se empleaban "caire", "carión" y "trin tin", imitando el sonido de las monedas); "echar el golpe" significaba cerrar la mancebía al terminar la jornada (porque los postigos se denominaban golpes); "a la malicia" aludía a los ramos que las rameras colgaban en sus ventanas para atraer clientela...
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Las dos siguientes y últimas páginas |
La lengua germanesca, también llamada agermanada o germanía, era una jerga utilizada en el ambiente del hampa que reinaba en los bajos fondos de las grandes ciudades. Aparece a menudo en los pliegos de cordel, género popular en verso que se difundía en cuadernillos que, como indica su nombre, se colgaban de cuerdas para mostrarlos a la venta. También lo hacía oralmente mediante los romances de ciego -a veces acompañados de música de zamfona o vihuela- y en la literatura que escribían tanto los grandes maestros de la picaresca del Siglo de Oro (bien para referirse
al submundo de la prostitución, bien al de los rufianes, ladrones,
matones, etc), como los poetas más modestos; uno de ellos, Rodrigo de Reinosa, es considerado el creador de la lírica germanesca y dedicó varios de sus treinta y cuatro poemas a las prostitutas y su submundo, caso de La Chinigala, Catalina Torresaltas y otros, con tono procaz y tomando como modelo La Celestina.
Etimológicamente, la palabra viene del catalán germania, hermandad en catalán, ya que se tomó de las asociaciones municipales y juntas organizadas en Aragón contra los primeros años de reinado de Carlos I y se extendió a la práctica del amancebamiento, fusionando en este último caso la unión carnal con la comunidad de bienes entre prostituta y rufián, y saltando luego a otros gremios delictivos. No se trataba de un fenómeno exclusivo de España, pues los franceses también tenían su argot, los ingleses su cant y los alemanes su rothwoclsch (o kokamloschen). Tampoco se circunscribía al ámbito fuera de la ley, puesto que el protagonista del Lazarillo de Tormes refiere un habla del mundo de los ciegos a la que denomina jerigonza ("Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza, y como me viese de buen ingenio, holgábase mucho").
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Buena compañía, por Dirck van Baburen (Wikimedia Commons) |
En cualquier caso, ni siquiera era específico de su tiempo, puesto que la lengua agermanada sustituía en realidad a otra anterior al siglo XVI, igual que el establecimiento de gitanos en el país y su mundo, forzadamente cerrado, dio lugar a una jerga que terminó por sustituir a la germanía y ha perdurado hasta hoy, el caló. El hecho es que el habla germanesca alcanzó tal difusión entre el lumpen español de la Edad Moderna que el impresor barcelonés Sebastián de Cormellas, con el objetivo declarado de ayudar a la justicia, publicó en 1609 una recopilación de obras de Quevedo, Cervantes, Mateo Alemán, Sancho de Moncada y otros, realizada por Juan Hidalgo y titulada Romances de germanías.
Volviendo a la prostitución, seguramente resultará sorprendente a más de uno el hecho de que estuviera reglamentada, pero era una forma de atenuar la pobreza estructural que, si en las sociedades europeas de la Edad Moderna alcanzaba al diez o quince por ciento de la población (a la que se añadía la pobreza coyuntural, más amplia y frecuente), tenía especial repercusión entre el sexo femenino. Fue Felipe II el que introdujo la legislación correspondiente, aunque ya Alfonso XI de Castilla había dispuesto que las rameras debían usar un tocado especial de color azafrán. Las ordenanzas de mancebía de 1621 cambiaron esa prenda por una mantilla negra, a causa de lo cual a las usuarias se las apodaba damas de medio manto (lechuzas de un solo ojo, según Quevedo) frente a las honradas, que lo llevaban entero; no se trataba de algo exclusivo ni de España ni de la época (ya aparece en El cantar de los cantares), pero, de todas maneras, el tono fue cambiado varias veces por una singular razón: la afición de esas damas honorables a imitar la moda de las mujeres públicas.
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Quevedo en una copia de un retrato de Velázquez (dominio público en Wikimedia Commons) |
"Al volver que volvió Monipodio, entraron con él dos mozas, afeitados los rostros, llenos de color los labios y de albayalde los pechos, cubiertas con medios mantos de anascote, llenas de desenfado y desvergüenza". Así describe Cervantes a dos mujeres de la vida, al servicio del rufián Monipodio, en Rinconete y Cortadillo, una de sus Novelas ejemplares. Aparte de la referencia al medio manto (confeccionado de anascote, una tela de lana áspera que habitualmente se usaba para delantales y chales femeninos), es interesante la que hace al albayalde (un pigmento blanco hecho a base de carbonato de plomo) y al maquillaje en general, por entonces conocido como afeites. El canon de belleza de entonces exigía mejillas sonrosadas, por lo que era habitual el uso de colorete rosa o bermellón sobre el solimán (una tintura de base), al igual que los labios debían mostrarse de color grana, encerados para brillar más; el Buscón de Quevedo, por ejemplo, se obnubila ante una joven "blanca, rubia, colorada...".
Los visitantes extranjeros solían asombrarse ante lo pintarrajeadas que iban las españolas: "Todas se pintan de blanco y de rojo, desde la reina hasta la mujer del zapatero, viejas y jóvenes" escribió la inglesa lady Anne Fannshawe, mientras que un libelo anónimo decía en tono sarcástico: "Antes, cuando iban tapadas, me parecían guapas, pero desde que, por orden del difunto rey, van con el rostro descubierto, he cambiado totalmente de opinión. Y estoy tentado a creer que la piedad de aquel rey descubrió en esta manera de moderar en alguna medida el libertinaje de esta ciudad. Es decir, la verdad es que aunque no lleven velo ni antifaz, no por eso se les ve la cara, pues está tan espesamente untada de pintura que es imposible penetrarla" (presumiblemente, se refería a Felipe IV).
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Rinconete y Cortadillo, por Manuel Rodríguez de Guzmán (Museo del Prado) |
Las mencionadas disposiciones de Felipe II exigían a las aspirantes acreditar ante un juez que superaban los doce años, ser huérfanas o de progenitores desconocidos (o que éstos la hubieran abandonado), haber perdido la virginidad, estar solteras y carecer de deudas. Cumpliendo esos requisitos, si además ignoraban las exhortaciones judiciales a no encauzar su vida en esa dirección, recibían un documento acreditativo y pasaban a quedar bajo la tutela de un tapador, también llamado padre si era hombre, madre si era mujer (tal como aparece en La Celestina) o suegros, por los clientes; en el caso masculino, podían ser hombres de bien, según demuestra un documento sevillano de 1571 informando de que el alguacil de la justicia era propietario de once de esas casas (más aún, en 1601 el Ayuntamiento de Sevilla poseía una veintena). En cualquier caso, se trataba de eufemismos para aludir al proxenetismo, que también era legal y bajo juramento del cargo ("oficio honrado en la República", lo define un tapador en la obra cervantina El rufián dichoso), ocupándose de la dirección de la mancebía, su buen orden y su limpieza, e impidiendo que se maltratase a las trabajadoras.
Una vez iniciadas en el oficio, lo que se denominaba "abrir tienda", las prostitutas no podían vestir ostentosamente ni usar tacones; tampoco arrodillarse sobre un cojín en misa (Felipe II les vetó usar rosarios y escapularios durante el oficio religioso, al igual que acudir a la iglesia en silla de manos llevada por pajes; su hijo, Felipe III, las obligó además a cubrirse con velo en esas circunstancias). Asimismo, estaban obligadas a pasar una revisión médica periódica en un hospital especializado en enfermedades venéreas; en el caso de Madrid, éste se ubicaba en la plaza de Antón Martín. En general se trataba de enfermerías bastante precarias en las que se ofrecían cuatro tipos de tratamiento: unciones, emplastos, sahumerios y cocimiento del guayacán (palo de indias). Este último era el más frecuente en España, aunque a veces se sustituía por un aceite llamado sasafrás, por zarzaparrilla (que también se tomaba como bebida refrescante) o raíz de China; durante los treinta días que duraba el tratamiento, el paciente debía guardar cama a oscuras y envuelto en mantas para sudar mientras recibía diariamente nueve onzas por la mañana y otras tantas por la tarde. En El casamiento engañoso, otra de sus Novelas ejemplares, Cervantes sitúa a su protagonista recién salido del hospital vallisoletano de la Resurrección, "de sudar catorce cargas de bubas". Como escribió Quevedo:
Tomando estaba sudores
Marica en el hospital:
que el tomar era costumbre
y el remedio es el sudar.
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Fachada del Hospital de la Resurrección de Valladolid, 1890 (Adolfo Eguren en Wikimedia Commons) |
Sin embargo, generalmente se obviaba ese examen, como demuestra la elevada incidencia de contagios que reflejan escritores de la época como Cervantes (Rinconete y Cortadillo, El casamiento engañoso), Francisco Santos (Día y noche de Madrid), Ruiz de Alarcón (La verdad sospechosa), Lope de Vega (El sabio en su rincón), Quevedo (en múltiples poemas), etc. Entre las causas de tal repercusión estaba el crecimiento demográfico que experimentó la capital, favoreciendo el incremento de tabernas, mesones y mancebías (en las que, teóricamente, no se podía vender bebidas). Esa favorable coyuntura hizo que, si a principios del siglo XVII únicamente había en Madrid tres mancebías, el número se disparase durante el reinado de Felipe III, de modo que en cincuenta años sumaban cerca de ochocientas casas públicas, lo que supondría unas dos o tres mil prostitutas trabajando en total.
Algo similar ocurrió en Valencia y Sevilla, objeto incluso de aforismos y proverbios sobre el asunto ("Rufián cordobés y puta valenciana"), provocando el asombro de los extranjeros que visitaban España. Por ejemplo el inglés Henrique Cook, que lo reflejó en su Relación del viaje hecho por Felipe II, en 1585, Zaragoza, Barcelona y Valencia; o el francés Antoine de Brunel, en su Voyage d'Espagne, curieoux, historique et politique: faite en l'année 1655. El segundo escribió: "No hay ciudad en el mundo donde se vean más meretrices a todas horas del día. Las calles y los paseos están llenos. Van con velos negros, y los repliegan sobre el rostro, no dejando sino un ojo al descubierto. Hablan de modo atrevido a la gente, mostrándose tan impúdicas como disolutas".
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Un burdel, por Joachim Beuckelaer (dominio público en Wikimedia Commons) |
Ese panorama no sólo trajo como efecto secundario la profusión de enfermedades de transmisión sexual sino también continuos escándalos y altercados, especialmente cuando los soldados retornaban de una campaña. Felipe IV, decidido a moralizar la vida en su reino, canceló todos los burdeles menos uno y luego quiso suprimirlo también, pero, paradójicamente, se encontró con la opinión en contra de informes eclesiásticos; el franciscano Pedro Zarza informó al rey de "que en su conciencia las mancebías públicas, vigiladas con cuidado por el Gobierno y sujetas a ciertas reglas, eran útiles a la buena moral, a la salud pública y al bienestar del reino, y así que veía mayores males de su prohibición que los que producían las casas mancebías". Bien es cierto que esto le valió al religioso una reprimenda de la Inquisición -partidaria de clausurar todos los burdeles- y ser desterrado de la Corte.
No obstante, el 4 de febrero de 1623, el monarca ordenó el cierre absoluto so pena de multa de cincuenta mil maravedíes. Por supuesto, sólo se cumplió a medias -otra pragmática dictada una semana después era contra las mancebías que las universidades mantenían para sus alumnos- y fueron necesarias nuevas y sucesivas órdenes a lo largo de los años siguientes. En la pragmática de 11 de julio de 1661 decía el soberano: "Por diferentes órdenes tengo mandado se procuren recoger las mujeres perdidas (...) y como tengo entendido que cada día crece el número de ellas, de que se ocasionan muchos delitos y escándalos a la causa pública, daréis orden a los alcaldes que cada uno en sus cuarteles cuide de recogerlas (...), las prendan y sean conducidas a la casa Galeras".
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Felipe IV retratado por Velázquez en 1656 (dominio público en Wikimedia Commons) |
La casa Galeras -o Galera, a secas- era como se conocía a la cárcel de mujeres abierta en Madrid en 1606 y a donde se enviaba a las delincuentes que merecían una pena mayor que los azotes o el escarnio. Había sido idea del bachiller Cristóbal Pérez de Herrera, quien, en el último cuarto del siglo XVI, elaboró un proyecto integral para luchar contra la pobreza. Basado en la fundación de "casas de misericordia", que proporcionasen medios de subsistencia y formación profesional, incluía a las prostitutas, que en esos sitios obtendrían trabajos remunerados bajo la dirección de una mujer "honorable". Llegaron a abrirse algunas casas, de las que la madrileña, al mando de la inflexible Magdalena de San Jerónimo, fue la más famosa.
El nombre venía de su comparación con la pena de galeras masculina, que se hizo habitual incluso en las condenas inquisitoriales para paliar la necesidad de remeros en la Real Armada, en la que el propio Pérez de Herrera había sido protomédico de Galeras (y, por cierto no le gustó que se aplicase a las casas de misericordia). El problema fue que, tras la muerte de Felipe II y la asunción del poder del duque de Lerma, se abandonó la parte constructiva del proyecto para dejar sólo la represiva, lo que lo abocó al fracaso. Aunque inicialmente la Galera era únicamente para ladronas, vagabundas y alcahuetas, luego se amplió a prostitutas no regladas (o sea, las callejeras, que no ejercían en una mancebía, pues este tipo de casa estaba bajo control normativo de las autoridades municipales), hasta entonces condenadas a destierro; con Felipe IV, como se ha visto, todas pasaron a ser susceptibles de encierro.
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Portada de la obra de Pérez de Herrera (dominio público en Wikimedia Commons) |
Para acabar, decir que las medidas adoptadas por el monarca no sirvieron más que para multiplicar la prostitución clandestina -que ya habían prohibido los Reyes Católicos en favor de las citadas mancebías- y terminó aplicándose únicamente a casos muy escandalosos, debiendo conformarse en 1628 con dispersar las mancebías para que no se concentrasen en pocas calles. Como curiosidad, cabe añadir que Quevedo también protestó contra las pragmáticas con una obra titulada Sentimiento de un jaque por ver cerrada la mancebía, en la que por boca de un rufián llamado Añasco el de Talavera dice:
Viendo cerrada la manfla
con telaraña el postigo,
el patio lleno de yerba...
BIBLIOGRAFÍA
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-DELEITO Y PIÑUELA, José: La mala vida en la España de Felipe IV.
-MORENO MENGÍBAR, Andrés y VÁZQUEZ GARCÍA, Francisco: Poderes y prostitución en España (siglos XIV-XVII).
-RAMOS VÁZQUEZ, Isabel: La represión de la prostitución en la Castilla del siglo XVII.
-LUJÁN, Néstor: La vida cotidiana en el Siglo de Oro español.
-MORENO-MAZZOLI, Estela: Mundo del hampa y su tratamiento en la literatura del Siglo de Oro: arte y realidad social.
-ALCALÁ-ZAMORA, José N: La vida cotidiana en la España de Velázquez.
-BARRIO GOZALO, Maximiliano: La sociedad en la España Moderna.
-BENNASSAR, Bartolomé: La España del Siglo de Oro.
-SALILLAS, Rafael: El delincuente español. El lenguaje (estudio filológico, psicológico y sociológico). Con dos vocabularios jergales.
-SALILLAS, Rafael: El delincuente español: hampa y lenguaje.
-SHAW FAIRMAN, Patricia: España vista por los ingleses en el siglo XVII.
-CARO BAROJA, Julio: Ensayo sobre literatura de cordel.
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