El quinto real



1625 fue un annus mirabilis, de esos años que tan poco frecuentes se hicieron durante el reinado de Felipe IV. En este caso concreto porque la suerte de las armas no resultó adversa sino todo lo contrario: entre la primavera y el verano se sucedieron los éxitos con la reconquista de Salvador de Bahía a los holandeses y la toma de Breda por Ambrosio de Spínola, mientras que en otoño la flota del almirante inglés Edward Cecil fracasó estrepitosamente en su ataque a Cádiz ("Nuestro honor está destruido, nuestros barcos hundidos, nuestros hombres muertos").

Pero esos triunfos no se repetirían en una generación y, en cambio, se daban otros motivos que hacían chapotear a España en un marasmo económico y que, continuando la dinámica iniciada por sus predecesores en el trono, llevarían al rey a tener que afrontarlos declarando hasta cuatro bancarrotas en 1627, 1647, 1652 y 1662.


Felipe IV retratado por Velázquez

Con las arcas del estado exhaustas, el conde-duque de Olivares había intentado sacar dinero imponiendo un tributo especial a las clases privilegiadas que gravaba sus rentas y lujos, al igual que decretó impuestos a los reinos de la periferia peninsular. Unos y otros se negaron a pagar, llegando incluso al amotinamiento, y al valido no le quedó más remedio que sacar una batería de medidas que incluían la emisión de juros (títulos de deuda consolidada), propiciar el regreso de los conversos portugueses a cambio de su concesión de préstamos y ordenar una suspensión de pagos.

Por supuesto, llevaba ya tiempo dándole vueltas al que habría de ser su gran proyecto de gobierno, la Unión de Armas y, según le contaba en una carta a su amigo Fernando de Borja, en octubre había redactado un documento ad hoc que pensaba presentar al Consejo de Estado el 13 de noviembre, en la reunión convocada para tratar la petición del rey de analizar la situación política y militar. Se celebró, en efecto, la sesión el día marcado y el propio monarca asistió de tapadillo, siguiendo los debates desde una ventana enrejada preparada para ello por Olivares, que esperaba dar un golpe de efecto con su idea.


El conde-duque de Olivares en otro retrato de Velázquez

Lo interesante para el tema que nos ocupa es que la necesidad perentoria de firmar una tregua en Flandes por la falta de dinero para seguir financiando la guerra, uno de los temas a tratar en aquella reunión, había originado dos semanas antes una insólita propuesta de Felipe IV en persona que cuenta John Elliott en su célebre biografía sobre el valido: “El 1 de noviembre el rey había decidido, en efecto, apropiarse de dos quintos de la plata destinada a particulares que había de llegar en la flota de Indias, a la que se esperaba como agua de mayo, dando a los desgraciados la correspondiente compensación en moneda de vellón, naturalmente de mucho menos valor, lo que significaba en la práctica una pérdida de la quinta parte de su capital”Antonio Domínguez Ortiz también trata este episodio en su libro Política y hacienda de Felipe IV, explicando que en ese cambio los afectados no obtendrían más que el equivalente a ochenta ducados de plata por cada cien. El monto final ascendió a un millón de ducados, aproximadamente.

Esta anécdota es sólo un ejemplo para refutar uno de esos innumerables -y agotadores- desatinos que suelen circular por Internet entre aficionados a la Historia -éste en concreto con insistencia digna de mejor causa-, unas veces en forma de esa maldición que son los memes y otras en artículos desafortunados: el de que a España únicamente se importaba el veinte por ciento de los metales preciosos americanos, es decir, el quinto real correspondiente a la Corona en concepto de tributo, quedando el resto en el Nuevo Mundo para pagar universidades, puentes, catedrales, puertos, salarios y otros conceptos. El error está tan extendido y asentado que ha adquirido carácter casi de dogma e incluso figura en algún que otro libro de difusión histórica de ésos tan de moda escritos por autores no historiadores.


Calendario solar inca

Pero las cosas fueron diferentes. El quinto real -una figura económica heredada del jums de los musulmanes, aunque se utilizaba ya en la Antigüedad-, suponía la reserva del porcentaje reseñado para el rey, no sólo del oro y plata sino también de joyas, botines capturados y esclavos. Se encargaban de cobrarlo funcionarios específicos, los oficiales reales (un tesorero, un contador y un factor que desde 1605 fueron supervisados por los Tribunales de Cuentas de las Indias), a través del sistema de Cajas Reales (tesorerías de distrito) y el transporte se hacía en lingotes o barras (cada pieza con su sello) para hacerlo más cómodo y evitar los pagos en polvo de oro, difíciles de controlar a efectos impositivos.

Fue aplicado oficialmente a las Indias por la Corona de Castilla en 1504, si bien al principio era un cuarto y antes fue un tercio. Basándose para ello en el hecho de que aquellas eran tierras de realengo, se convirtió en la principal forma de ingresos de la Hacienda Real desde el nuevo mundo; no la única, pues también había otros muchos capítulos tributarios: impuestos personales (tributo indígena, requinto, tributo de medio real, gracioso donativo, diezmo), sobre la actividad minera (derecho de Cobos, señoriaje), sobre el comercio (avería, Armada de Barlovento, Unión de Armas, almojarifazgo) o rentas estancadas (papel sellado, naipes, sal, pimienta, nieve, etc).


Traslado de lingotes en Perú

Tales ingresos eran los que constituían el fondo utilizado para financiar todos esos proyectos de infraestructuras y servicios que comúnmente se atribuye al ochenta por ciento restante “que se quedaba en América”. Porque, de hecho, a la metrópoli no llegaba únicamente el veinte por ciento ni mucho menos. Puesto que la explotación de las riquezas americanas fue siempre una iniciativa privada -aunque por concesión real-, es absurdo y hasta disparatado pretender que los beneficios se quedaran in situ; el propio sistema monopolístico estaba pensado para beneficiar a los comerciantes peninsulares y éstos, obviamente, tenían que cobrar por las mercancías enviadas en los viajes transoceánicos. Y ello sin contar que cualquiera que consiguiera hacer fortuna en América podía regresar a España acompañado de sus riquezas.

El caso de varios de los conquistadores que acompañaron a Cortés en su aventura mexicana es patente, empezando por él mismo, que tuvo que volver a la corte para solucionar sus problemas burocráticos con el gobernador de Cuba y lo hizo bien provisto de oro, que se dedicó a repartir generosamente entre los funcionarios y otras personalidades para ganarse su favor.


Hernán Cortés junto a un arcabucero y un rodelero

Lo mismo cabe decir de muchos hombres de Pizarro, un tercio de los cuales retornaron a a España enriquecidos con su parte del tesoro de Atahualpa. López de Gómara cuenta que “Francisco Pizarro hizo pesar el oro y la plata; después de quillatado hallaron cincuenta y dos mil marcos de plata y un millón y trescientos y veinte y seis mil y quinientos pesos de oro; suma y riqueza nunca visto en uno”. Traducido a medidas actuales eran 11.960 kilos de plata y 1.326.500 pesos de oro (el peso de oro equivalía a unos 4,18 gramos; el marco de plata, a unos 230 gramos).

Ese dineral no se quedó en América; al menos en buena parte; cuenta Bartolomé Bennassar en su libro La España del Siglo de Oro que “los palacios de Extremadura, comenzando por el de los Pizarro (…) en Trujillo, representaron, invertida en piedra y sillería y magnificada por el arte, una parte de esta impresionante fortuna”. Y es que los números oficiales, siempre por debajo de los reales, indican que Sevilla recibió cerca de 5.000 kilos de oro entre los años 1503 y 1510, más de 9.000 de 1511 a 1520, algo menos de 5.000 de 1521 a 1530, pasando a 14.466 de 1531 a 1340, multiplicándose a 24.957 de 1541 a 1550 y disparándose a 42.620 de 1551 a 1560. A partir de ahí empieza un lento declinar, pero manteniéndose generalmente por encima de los 100.000 kilos de oro por decenio y ascendiendo a 19.451 entre 1591 y 1600.


El tesoro del rescate de Atahualpa (Peter Dennis)

Esto en cuanto al metal dorado, pero la plata comenzó a superarlo desde 1530, con más de 86 toneladas el período 1531-1540, por ejemplo. El oro mantuvo su primacía porque su valor era once veces superior a igualdad de peso, pero cuando a partir de 1560 se empezaron a explotar las minas argentíferas de México (Zacatecas, Durango, Guanajuato, San Luis…) y Perú (Potosí, Cerro del Pasco y otras), el promedio anual de llegadas de plata se situó en torno a 30 toneladas entre 1550 y 1560, ascendiendo bruscamente a 90 entre 1561 y 1570 y superando las 120 hasta 1620, para pasar luego a disminuir progresivamente.

Gracias a esta importación de metales preciosos americanos, calculada en unas 25.000 toneladas entre 1503 y 1660, las existencias en Europa se triplicaron. Earl J. Hamilton, autor del principal estudio sobre el tema, estima que las importaciones de oro y plata entre 1503 y 1660 (unos 181.000 kilos del primero y 17 millones de kilos de la segunda) equivalieron a unos 448 millones de pesos de 450 maravedíes, de los que 330 correspondían a particulares y el resto, 117 millones, a la Real Hacienda. Las cifras de Pierre Chaunu para el mismo período son 300 toneladas de oro y 25.000 de plata. Las de Fernand Braudel son algo menores: 200 toneladas de oro y 18.000 de plata entre 1500 y 1650. Gonzalo Anes completa estos datos diciendo que el oro obtenido en las Indias pasó de un valor medio anual de unos 6 millones de pesos de 272 maravedíes en el siglo XVII a 22.468.000 entre 1701 y 1810. 


Principales rutas comerciales entre España y las Indias

Según Pierre Vilar, el porcentaje del rey en estos tesoros apenas superaba la cuarta parte en dicho período, por lo que las tres cuartas partes restantes llegadas a España fueron a los bolsillos de los particulares; “conquistadores, colonos, administradores que regresaban de las indias, mercaderes que de esta manera recuperaban el contravalor de sus exportaciones” apostilla Bennassar. Podemos añadir a los esclavistas (se enviaban miles de esclavos al año), a los exportadores de mercurio (mineral enviado desde España en su mayor parte) y a los propietarios mineros in situ; respecto a estos últimos, por ejemplo, según la relación del ingeniero Luis Capoche, en 1585 había más de medio millar sólo en Potosí, más una docena de mercaderes de plata y 75 azoguejos o importadores de mercurio (algunos de ellos propietarios también) que eran los principales beneficiarios. Tampoco hay que olvidar la plata destinada a su comercio con China, donde había una gran demanda y costeaba los productos orientales que traía a Europa, vía América, la nao -luego galeón- de Manila; algunos cálculos estiman que cada barco transportaba unos 2.000 kilos y que un tercio de la plata americana acabó en Asia.

Aunque un buen porcentaje de los metales importados terminaba saliendo al extranjero (había expresiones para describirlo, tales como que España el país "era las Indias de otros países" o que esas salidas de dinero se hacían "como si fuéramos indios"), lo hacía más lentamente que el del rey, lo que daba tiempo a incidir de forma positiva, aunque fuera mínimamente, en la economía; especialmente en Sevilla y, luego, los demás puertos monopolísticos. Y eso que, según cálculos de los funcionarios, el contrabando y el fraude alcanzaban proporciones enormes, empezando ya en enm la primera escala de la flota de Indias, Panamá, pero tambien en la misma España. En su libro ImperioHenry Kamen explica cómo, durante la parada que los galeones hacían en Cádiz, se trasladaba subrepticiamente a las naves extranjeras buena parte de la plata (a veces un cincuenta por ciento y ocasionalmente incluso más), mientras el personal administrativo falsificaba los libros de cuentas… y creaba un montón de problemas a los historiadores cuando consultan el Archivo de Indias.


Sevilla en el siglo XVI

Las continuos problemas económicos de Carlos V, en los que las deudas acumuladas terminaron superando las entradas de metales preciosos, le llevaron a veces (sobre todo desde 1533) a confiscar las cantidades correspondientes a los particulares que arribaban a Sevilla, tal como vimos al principio que pretendió hacer su biznieto. En una carta que envió a la emperatriz durante uno de sus viajes decía textualmente: "...busque dinero por todas partes y si Dios nos visita con unos del Perú aunque sean de particulares, aprovechémonos de ellos". La incautación se hacía en forma de préstamo y se conserva una protesta oficial presentada en 1536 por varios comerciantes castellanos afincados en Sevilla, quejándose del agravio comparativo respecto a sus colegas europeos (en referencia a los mercaderes franceses, ingleses y flamencos asentados en los puertos andaluces, otro ejemplo de receptores del oro americano).
 
Confiscar los tesoros consignados a los particulares se convirtió en un recurso que permitió afrontar momentos económicamente difíciles. De hecho, la idea de Felipe IV reseñada al comienzo no era nueva; seguía la ruta trazada antes por el emperador pero también por su padre, Felipe III, quien en 1620 se quedó con la cuarta parte del cargamento desembarcado. En 1629, el Rey Planeta expropió metales preciosos por valor de un millón de ducados, repitiendo  la operación entre 1635 y 1637 con otros dos millones (que cambió forzosamente por moneda de vellón, sistema acostumbrado junto con el de juros a un interés del 10%) y en 1637-1638 con medio millón más, añadiendo varias sumas en la década siguiente que culminaron en 1649 con un nuevo millón de ducados.

Un galeón español (Herbert K. Kane)
 
Y es que el agotamiento progresivo de las minas fue cambiando el panorama. En 1543, dos tercios de las rentas de la Corona procedieron de las Indias pero el quinto de 1545 fue de 360.000 ducados, al año siguiente de la mitad y en 1547 de sólo 33.000. Del siglo XVIII en adelante, con el agotamiento de las minas (pese al esfuerzo por reanimar la actividad llevando especialistas alemanes), el quinto iría reduciéndose sucesivamente a un diez por ciento, un nueve, un seis y un cinco hasta su supresión definitiva. Lamentablemente, la riada de tesoros ya había afectado negativamente a la economía, produciendo una vertiginosa alza de precios. 
 
Para terminar, nada mejor que citar a Cervantes. Concretamente un fragmento de El celoso extremeño, una de sus Novelas ejemplares, en el que cuenta cómo el hidalgo protagonista, Felipe Carrizales, tras haberse enriquecido en las Indias peruleras, regresa a su tierra con el producto de veinte años de esfuerzo: 
"Viéndose, pues, rico y próspero, tocado del natural deseo que todos tienen de volver a su patria, pospuesto grandes intereses que se le ofrecían, dejando el Perú, donde había granjeado tanta hacienda, trayéndola toda en barras de oro y plata, y registrada, por quitar inconvenientes, se volvió a España".


BIBLIOGRAFÍA:
-ELLIOTT, John: El Conde-Duque de Olivares.
-CHAUNU, Pierre: La España de Carlos V.
-CHAUNU, Pierre: Sevilla y América, siglos XVI y XVII.
-HAMILTON, Earl J: El tesoro americano y la revolución de los precios en España, 1501-1650.
-BENNASSAR, Bartolomé: La América española y la América portuguesa (siglos XVI-XVIII.
-BENNASSAR, Bartolomé: La España del Siglo de Oro.
-KAMEN, Henry: Imperio.
-EXQUERRA, Alvar: Diccionario de Historia de España.
-GARCIA FERNÁNDEZ, Máximo: La economía española en los siglos XVI, XVII y XVII.
-LYNCH, John (dir.): Historia de España. El imperio colonial y el fin de los Austrias.
-MARTÍNEZ MARTÍNEZ, Mª del Carmen y SOBALER SECO, Mª de los Ángeles: El Imperio Hispánico.
-CANALES, Carlos y DEL REY, Miguel: El oro de América.
-KONETZKE, Richard: América Latina. La época colonial.
-VILAR, Pierre: Oro y moneda en la Historia. 1450-1920.
-DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio: Política y hacienda de Felipe IV.
-THOMAS, Hugh: El señor del mundo. Felipe II y su imperio.
-THOMAS, Hugh: El imperio español de Carlos V.






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