La venganza de la gata
No hace mucho explicaba aquí que, de vez en cuando, uno se encuentra con gente normal por Internet, que no todo son frikis con carnet. Y como muestra publicaba en varias entregas un relato firmado por una de esas excepciones. Hoy repito experiencia con otra: Juan Manuel Palomino Ramírez, ingeniero informático y creador del blog El Historicón, que ahora se ha lanzado al mundo de la ficción literaria y también ha tenido la amabilidad de dejarme compartir un cuento suyo. Con trasfondo histórico, por supuesto, y con una narración que el autor pone en boca de Leonardo da Vinci, nada menos.
No pasa un solo día sin que me arrepienta de aquello.
Cuando en el año del Señor de 1502 entré al servicio de los Borgia pensé que me
dedicaría a inspeccionar sus fortalezas. Conocía la fama de la familia. Era vox populi que
se les tildaba de libertinos, incestuosos y envenenadores; pero nunca pensé que César
Borgia, el hijo del Papa Alejandro VI, requiriera de mí para sus perversos fines. Al poco
de llegar a Roma me reveló el verdadero motivo por el que me había hecho llamar:
- Maestro Leonardo, debéis crear para mí un veneno que nadie pueda detectar.
Sabiendo de la reputación de los Borgia sus invitados llevaban siempre consigo
catadores, capaces de distinguir cualquier sabor extraño en la comida. A fuerza de tomarlo
en pequeñas cantidades, su estómago estaba inmunizado contra todo tipo de tóxicos. Y
ahora mi labor era encontrar uno que engañara a esos paladares entrenados. Yo, Leonardo
da Vinci, artista admirado por los Médici y los Sforza, iba a convertirme en el instrumento
criminal de una banda de asesinos. Sentí que no valía más que un vulgar sicario con un
puñal.
César Borgia retratado por Altobello Melone (Wikimedia Commons) |
Pero por mucho que me repugnara el encargo debía acometerlo sin tardanza.
Empecé investigando con el que se decía que era el veneno favorito de los Borgia, la
cantarella. Después pasé a la cicuta y a la belladona. Con ninguno de ellos conseguí nada;
o bien el olor delataba la presencia de la ponzoña, o bien no lograba disimular el sabor
por muchas especias que añadiera a la comida. César no paraba de apremiarme:
- ¿Qué hay de nuevo, maestro Leonardo? ¿Tendréis pronto lo que os he pedido?
Yo contestaba con débiles promesas de un inminente éxito, pero su ceño fruncido
delataba que sólo me creía a medias. Era consciente de que la paciencia no era la mayor
virtud de César Borgia y que era mejor no contravenir sus deseos. Se contaban terribles
historias de hombres torturados por una palabra inoportuna, un desliz desafortunado o un
gesto de desagrado hecho a destiempo. No quería engrosar la larga lista de cadáveres
desmembrados aparecidos en el Tíber, así que me apliqué sin descanso a la tarea.
Lucrecia Borgia por Bartolomeo Veneto (Wikimedia Commons) |
Durante mis pocos ratos de ocio conversaba con Lucrezia. Los rumores decían
que gustaba de envenenar a sus maridos y que tanto su hermano César como su padre el
Papa tenían comercio carnal con ella. Me costaba creer que esas habladurías fueran
ciertas. A mí siempre me pareció una criatura desvalida, un simple peón en un juego que
no entendía, una dulce oveja entre lobos. Iba siempre acompañada de su gata, una dócil mascota que acostumbraba a sentarse en mis rodillas para que la acariciara. Ambas eran
almas inocentes rodeadas de demonios presos de ambición y bajos deseos, protegidas por
el único escudo de su candidez.
Mi desesperación aumentó un día en que César entró con cajas destempladas en
mi laboratorio. Se limpiaba las uñas con un puñal y no dejó un solo momento de mirarme
a los ojos mientras me decía:
- He sido más que paciente con vos, maestro Leonardo, pero mi benevolencia ha
llegado a su fin. Dentro de cinco días vendrá a cenar el odiado cardenal Minetto, y ese es
justo el tiempo que tenéis para completar vuestra tarea.
Traté de calmarme dando un paseo por la ciudad. Cerca de lo que quedaba del
gran Coliseo encontré a un viejo amigo. Hacía mucho que no lo veía, pues había viajado
como marinero en el tercer viaje a las Indias que emprendió ese tal Cristóforo Colombo
del que tanto se hablaba últimamente. Me invitó a una taberna cercana. Durante la primera
jarra de vino hablamos de nimiedades. Mientras bebíamos la segunda, conversamos de la
política romana. A la tercera, abrí mi corazón y le revelé el grave aprieto en que me
encontraba. Escuchó en silencio y, tras un rato de reflexión, dijo:
- Quizá tenga la solución a tus cuitas, amigo mío. Los nativos de la Isla Trinidad
tienen una planta a la que llaman ichigua. Secan sus hojas al sol, las enrollan y las
encienden con un tizón. Después sorben el otro extremo y quedan adormecidos. He oído
que una infusión de esa planta es insípida y produce la muerte en pocas horas.
Leonardo en su taller, por Christian Jegou (Science Photo Library) |
Sacó una pequeña bolsa. Me dijo que dentro había varias de esas hojas y que podía
quedármela. Medio ebrio me fui dando tumbos hasta mis habitaciones, cuidando de no
perder el valioso tesoro que portaba y que podía ser la solución a mis problemas.
Al día siguiente destilé la infusión. Acto seguido preparé una trucha y añadí el
veneno a la salsa de eneldo que la acompañaría. Necesitaba probar su eficacia, pero no
sabía cómo. Fue entonces cuando sentí que algo me tocaba la pierna. Era la gata de
Lucrezia. Le pedí perdón por lo que me disponía a hacer y a continuación le di un trozo
de trucha bien empapado en salsa. El animal lo comió, me miró enigmática y se fue.
Durante los siguientes cuatro días Lucrezia deambuló por palacio llamando a su
gata desaparecida. ¡Pobre Lucrezia y pobre felino! Los remordimientos me torturaban.
Había pagado con un acto vil el amor que esa mascota me daba.
Y llegó por fin la cena. El catador del cardenal dio su aprobación al vino y al
primer plato, una ensalada. Minetto se excusaba en su delicado estómago para todo ese
trámite, pero todos sabíamos que lo hacía por un más que justificado recelo. Cuando llegó
el turno de la trucha con salsa de eneldo, el catador cogió una pequeña porción, la mojó
en salsa y la probó. Durante el breve momento en que la paladeó, vi nervioso cómo César
me miraba con sonrisa torva. Finalmente, el catador asintió y yo respiré hondo.
El que dejó de respirar fue Minetto. Después de tomar el primer bocado comenzó
a ponerse morado y a boquear desesperado, buscando aire. Tras unos instantes se
derrumbó inerte. Los criados gritaban, el Papa fingía atender al cardenal y César me
miraba sonriente. Justo entonces Lucrezia gritó algo que no esperaba:
- ¡Mi gata! ¿Pero dónde te habías metido?
Y en efecto, la gata entró en la sala e, indiferente a la muerte y al drama, empezó
a comerse con apetito la trucha con salsa de eneldo. Cuando acabó, y ante mi asombro,
me lanzó una mirada de rencor y se fue muy digna por donde había venido.
Sí, no hay momento en que no me arrepienta de aquéllo. Porque pasados unos días
supimos que el cardenal había fallecido por una espina de la trucha que se había quedado
atravesada en su garganta. El ichigua nada tuvo que ver con su muerte. Aunque mi labor
fue inútil César estaba contento de que Minetto hubiera muerto, así que me permitió
abandonar Roma sin daño por su parte.
El castigo por mis actos vino luego, y de alguien inesperado. La venganza de la
gata por haberla usado como prueba del veneno fue terrible. Ahora sé que me maldijo con
la reencarnación eterna. Y lo que es peor, estaba condenado a recordar mis vidas pasadas.
Hoy, en el año del Señor del 2019, y después de vivir muchas vidas y sentir muchas
muertes, estoy atrapado en el cuerpo de un gato:
- Leo, aquí tienes tu plato favorito. Trucha con salsa de eneldo.
Tengo que irme. Mi dueña me llama para cenar.
Tengo que irme. Mi dueña me llama para cenar.
Este relato está basado en un episodio rigurosamente falso. O quizá no…
Imagen de cabecera: Un vaso de vino con César Borgia, obra de John Collier (Wikimedia Commons)
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