Crónica de Hernando de Barrientos (y XII)


Capítulo XII – Cómo dimos batalla en Chinantla la grande y sus llanos al Huacán y el Teutile, hallando grandísima victoria más a alto coste, y de lo que pasó en los meses siguientes, a lo cual termino de escribir estas líneas.
Escuchamos las caracolas, los tambores, los gritos y los horrísonos pitos, y vimos que por el lado del sur venía un gentío que eran de los ejércitos del Teutile al mando del Huacán con mucha gente nueva de Culúa que estaba en guerra, de la que sabíamos que había rechazado un ataque de Ordaz que nos quería socorrer, más no pudo. Y era un ejército que diré yo, de cinco mil hombres de guerra, con muchos guerreros juramentados de sus órdenes y gente veterana. Y yo decidí que lo mejor era salir a enfrentarlos, pues las defensas de Chinantla no podían contra tanta gente al mismo tiempo y no eran sino nuestro último recurso.

Así que me encomendé a Dios nuestro señor, tomando mis armas y arreos, mi banderola con las águilas que había adquirido mucha fama y respeto, y tras despedirme de mi esposa con aire algo fúnebre, mandé a la gente de guerra salir, con un retén que dejamos de arqueros para defender la ciudad. Y se pusieron uno frente al otro nuestros ejércitos, en un día de mucho sol que parecía que nos íbamos a cocer como en una olla, e volvieron a gritarnos y se acercaron para tratar de darnos carga rodeándonos como solían hacer, lo cual les estorbamos tirándoles flechas, tiros con el arcabuz y la ballesta a los más principales que vimos y pudimos, pero al cabo cayó sobre nosotros y muy rápido la más grande cantidad de venablos, piedras de honda y flecha que jamás nos habían lanzado, más esta vez se tomaron los cabrones su tiempo con dos o tres descargas, que de tres mil hombres de guerra que habíamos juntado para pelear, no exagerado si digo que desta descarga se murieron quinientos, con lo que quedamos algo menguados y debimos rehacer el escuadrón a toda prisa, mientras nos daban carga por todos lados.

Alanceamos a los que pudimos que no fueron pocos, más uno de los rapados hirió muy malamente a Nicolás y me tuve que separar para socorrerle, mientras Nohite mandaba los botes de pica y otras evoluciones, que aún hubo que empujarles a los mésicas mucho y con harto daño para que dejaran de entrarse tan bravamente por las picas y nos hubieran temor, que nos querían matar a todos aquel día.




Fue entonces cuando, perdida la espada en el cuerpo del guerrero del águila que atacaba a Nicolás, se me vino encima el mismo Huacán con su librea del jaguar, y me largó dos cuchilladas tremendas, una que no me decapitó más que de milagro por alzar la rodela, y otra que me cortó un dedos de la mano de la espada y aún me hirió el antebrazo con las navajas que se le rompieron de la espada, que me tenía en el suelo tropezando con Nicolás que sangraba mucho, y al que yo me quedé mirando mientras él remataba de un espadazo en el cuello, que se lo abrió de parte a parte. E yo chillé y él me pisó la espada para que no la tomara, yéndome a acabar.

Era mi fin, mas saltó el Águila de Sangre contra él y comenzó a darle tajos con su espada como yo le había enseñado, pero el otro se defendía muy bien con su rodela de madera que finalmente quedaron abrazados, que parecía no otra cosa sino dos colosos que peleaban entre ellos como si relato de la Biblia fuera, que ya casi no se ofendían con las espadas si no con el cuerpo, a mera fuerza y destreza, tratando de sacar las dagas y matarse, que se dieron algunas puñaladas. Y la última le entró al Águila de Sangre en la pantorilla, que lo dejó acabado della que se le quedó en adelante coja y maltratada, y otro corte sobre la ceja que sangre manaba mucha, dándole tremendo golpe con la rodela suya que la partió contra su cabeza y él perdió el seso.


Ocēlōpilli o Guerreros Jaguar


Yo me había alzado, y aunque herido me afronté a él, mientras parecía que el mundo se acababa y la batalla se perdía. Y escupiendo al suelo, él tomó la espada de Nicolás y su rodela, que no las sabía bien empuñar, y me hizo un gesto como de incitarme a atacarle. Pero había cometido un error y era coger armas que no eran las suyas, en las que no era plático y yo si, y comencé a hostigarle como debe hacerse con espada y rodela, de modo que a pesar de unos cortes que me dio, le metí una estocada en la pierna que se la pasé de parte a parte, y él sintiéndose herido antes de caer, me cargó con mucha furia y fuerza, pero yo no iba a jugar a su juego y me aparté con un compás dejando que se tropezara en el cadáver de Nicolás, Dios lo tenga en su gloria, que cayó al suelo. Mas yo me esperé a que se alzara por que matar por la espalda es bellaquería siendo cristiano, pero no más se levantó apoyando una pierna le pegué una patada que le apartó la rodela, y luego con un paso de armas le atravesé la cuenca del ojo que no tenía con la punta de la espada que le entró por la cabeza a los sesos y lo mató, el Diablo se lo lleve en hora buena.

Muerto el Huacán, su tropa fue perdiendo el ánimo un tanto, aunque aún nos cargaba, y yo mandaba las evoluciones del cuadro y pedí que fueran retirando a nuestros heridos a Chinantla, hacia donde nos retiramos en buen orden, abriéndonos paso en un mar de enemigos. En esto nos socorrieron los arqueros de dentro tirando a los que nos rodeaban por las espaldas, que les hacían mucho daño, y al seguirnos muchos pisaron abrojos y ya no se podían menear, que ganamos la entrada a la Gran Chinantla donde peleamos para que no pasaran, ya no nos podían rodear, y mandé a los arqueros que ocuparan la empalizada toda y tiraran todo lo que tenían contra ellos, que alguna flecha nos dio a nosotros, pero mató a muchos de los suyos. Y finalmente, hiriendo al Teutile de un flechazo en el costado, que no le mató por lo bueno de su escaupil, mandó tocar sus tambores y caracoles y se fueron retirando, primero despacio y luego a todo correr, al ver que seguían lloviendo las flechas.


El abrazo (Jorge González Camarena)


Quedó en silencio el campo de batalla, que habíamos matado a casi la mitad de nuestros enemigos, que no eran pocos, pero perdimos mil duecientos de los nuestros, entre muertos y heridos que se murieron luego, con lo que fue victoria pero triste, porque tuve que enterrar a Nicolás con su guitarra, que no quería que se fuera a Dios sin ella, para tocarle a los ángeles su música, y le lloré como amigo. Y creí que iba a morir el Águila de Sangre, más se recobró, más a mí no se me cerraron del todo mis heridas y estuve harto tiempo en fiebres y enflaquecí.

Pasaron los meses y ya casi no nos atacaban los de Tustepeque, pero no nos socorrían los españoles, así que quedamos como barco que queda varado al viento, y nos volvieron a atacar los zapotecas que mataron a algunos en Yolos, mal rayo los parta. Celeste me cuidaba y volvió a quedar preñada de mí, y de mis niños que ya tenían unos meses, les pusimos de nombres en honor a los muertos, Bartolomé, que es como se llamaba Heredia al niño, y a la niña le pusimos nombre chinanteco que se llamaba Ojos de Jade, porque los tenía verdes como los míos. Más no los pudimos bautizar por no haber nadie allí para dar fe dello, que era el único español que quedaba.

Finalmente, nos dieron un respiro que pudimos coger algunas cosechas, pero se extendió de nuevo y con más virulencia la peste, que eran unas fiebres con viruelas, que me dieron a mí también porque de tanto enfermar estaba ya algo menguado y flaco. Y destas viruelas se están muriendo muchos, de los suyos y de los nuestros, que cada semana enterramos a no menos de diez, tan pavorosa es la enfermedad.


Enfermos de viruela en el Códice Florentino


E termino estas líneas, pues se me gasta la tinta y el papel, pensando en qué habrá de ser mi gente, que es la de Chinantla, si yo les falto y no los puedo valer, y si recordará la historia y los tiempos venideros que pelearon como buenos, más a lo que sospecho no por el rey ni por su bandera, si no por ellos mismos y hallar la libertad del yugo de los mésicas, en todo eso les quise yo ayudar y espero haberlo hecho lo mejor que he podido..

Me fallan ya las fuerzas y solo ruego a Dios Nuestro Señor y a mi rey que se conserven estos papeles como testimonio de lo que aquí acaesció y de la forma en la que se hizo toda en servicio del Rey y como el Altísimo lo dispuso, se le rece como se le rece, pues aprendí yo entre estas gente a valorar más la vida, las cosas de la natura, a ser feliz temiendo no más que el decepcionarles, a hacerme grande como hombre y persona de valía, capitán en guerra y cacique en la paz. Y que si me muero no quiero que me regresen a España, si no que quemen mi cuerpo como es usanza aquí, más que cuando muera mi Celeste, junten sus cenizas con las mías, que el polvo vuelva al polvo y la tierra a la tierra como dicen las escrituras. Mas que si Dios me diera fuerzas, cien años quisiera vivir yo con mi Celeste y mis niñicos, dejando la espada y las guerras viviendo de lo que planten estas manos a las que un dedo les faltan. Dios lo quiera y me lo procure, pues en sus manos estoy y a Él me encomiendo.

En noviembre de 1521, Hernando de Barrientos.


Imagen cabecera: Fusión de dos culturas (Jorge González Camarena)



David Nievas Muñoz es licenciado en Historia por la Universidad de Granada y máster en "La Monarquía Católica, el siglo de Oro Español y la Europa Barroca", además de asesor histórico de proyectos como la Recreación de la Paz de las Alpujarras, la obra pictórica del artista Augusto Ferrer-Dalmau y un cómic sobre la Batalla de Pavía de Cascaborra Ediciones. Asimismo, es creador del grupo de Facebook La Conquista de México y trabaja como guía turístico en Granada.

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