Crónica de Hernando de Barrientos (VIII)

Capítulo VIII – De cómo se llenó Tustepeque de españoles buscando fortuna, e de cómo mandó Cortés a un tal Suárez para que me pusiera a su mando pero no llegué a hacerlo por pasar cosas muy graves en la tierra.
A diez días de marcha tranquila nos regresamos a la Chinantla, para consternación de los mésicas que ya nos hacían idos de la tierra y mucho contento de las gentes de la Chinantla grande, que nos recibieron muy bien. E iba yo al frente con mi yegua la Tadea muy gallardo y las mujeres nos daban flores y entonaban unos cánticos que era cosa de admirar, con los míos marchando detrás con mucha disciplina, que me sentía como el Rogerio de Flor cuando paseó a los almogavares delante del emperador de Bizancio, que en este caso era el cacique el Jaguar Grande mi suegro.

Se habían juntado para recibirnos muchos caciques de la Chinantla y gente de sus atepeles, para hacernos un agasajo con banquetes, que aún aprovecharon las mujeres públicas de Tustepeque a pasarse a lo nuestro para ofrecerse a los mancebos, viudos y los que no habían casado, cosa que yo no consentí hasta que no mandé hacer alarde delante de los caciques, y tras descabalgar y dejar en manos de mi pajecico la yegua, dar la nueva de la victoria al Jaguar Grande, pidiendo su venia para que los hombres pudieran romper el escuadrón e irse cada uno para su casa, lo cual mandó él de buen grado con un discurso que les dio agradeciendo mucho sus esfuerzos y diciendo que eran el orgullo de su tierra.

Y aquella noche hubo bailes, músicas y fiestas en la Chinantla grande, y se asaron pavos guajolotes, se hizo bebida con el cacao que es de mucho alimento, pozoles y otras muchas viandas para los guerreros que llegaron, que estos se fueron con sus mujeres y familias a reunirse, y los solteros se juntaban para comentar tal o cual hazaña catado el pulque y mirando a las mujeres públicas que empezaban a hacer gestos como de ofrecérseles, a lo cual perdimos de vista al Chocarrero, que tan putero era que su ánima daría por yoder un día más, aunque le dieran por ello las peores fiebres del mundo.


Músicos indígenas en el Códice Florentino


E yo me reuní con mi Celeste a la que devolví el escudo, y este se lo dejó a una criada, que por ser hija de cacique teníamos en la casa servicio, y acercándose me dio un abrazo y yo la conforté con un beso y le tomé de la mano, que era cosa que a ella le gustaba, que nos fuimos a cenar donde estaba su padre con la gente principal, que nos preguntó muchas cosas de como había ido el combate y qué cosas habían sucedido, de lo que hubieron holganza, aunque no sin cierta preocupación por las nuevas de Temixtitán, que ensombrecieron un poco la victoria.

Aquella noche yacimos yo e mi mujer como si el mundo fuéranse a acabar, que no se acabó más que mis fuerzas que venían menguadas de la batalla y el viaje, que nos quedamos dormidos en nuestra casa a la vera de la gran Chinantla, junto a los árboles del cacao y los cacahuetales que ya estaban plantando, que el viento mecía las hojas de los árboles y los mosquitos nos dieron un respiro aquella noche.

En los siguientes días hube reunión con Heredia el Viejo, ya sanado de lo suyo, y con Nicolás para que dieran relación de lo sucedido en mi ausencia que no era demasiado, aunque si con hartos mensajeros desde Temixtitán para el Teutile, que no llegaron a nuestras manos, a lo cual estabamos algo dudosos de qué estaba pasando allá y si habrá llegado ya Cortés y pacificado tan grande ciudad con la mucha gente de guerra castellana que había ganado con los del Narváez pasándose a su bando.

Y los de esta gente vinieron al cabo de unas semanas, en pequeños grupos pero hasta juntarse no menos de setenta entre hombres y mujeres, que cinco españolas había entre ellas y algunas naborías que venían de Cuba y les resultaba todo tan exótico como al principio a nosotros. E como vi a esta gente muy bisoña y deseosa como los otros que vinieron antes de ponerse a buscar oro y mandar a indios que les sirvieran, dispuse que se quedaran en los almacenes de Tustepeque donde ya se habían aposentado los otros, pues bien era cierto que el señor Izcoal les tenía muy bien tratados e servidos, aunque hubo algún disturbio cuando uno de los indios se quiso insinuar a una española que se bañaba en el río, pensando que era barragana o mujer pública, que su marido se quiso dar de estocadas con él pero no le salió bien la cosa, que el guerrero le quebró la cabeza de una pedrada, de la cual murió a los seis o siete días después de unas muy grandes fiebres, que ni los médicos de los indios pudieron hacer nada por él.


Mujeres preparando tamales con maíz


Hubo ciertas tensiones entre los españoles y los mésicas por esta razón, que tuve yo que hablar con el Izcoal y al cabo él ofreció como disculpa a los españoles cierto polvo de oro y otras bagatelas de las que se quedaron muy contentos, pero dejando una viuda a la que ahora no pocos rondaban, pues aunque se daban a las indias todos querían casar con una española, más ella estaba de duelo y no quería más que llorar al marido que se le había muerto.

Y se terminó el mes de junio que pasó bueno, y ya plantamos todo lo que debíamos más yo mandé a Temixtitán de los postecas dos mensajeros que ninguno regresó, de lo cual estaba ciertamente muy inquieto. Llegó no obstante una carta de Cortés finalmente, muy breve, pero que resultó anterior a su llegada a la capital. En ella decía que iba a mandarme desde lo las minas de los del piloto a un español llamado Súarez que iba a ser como veedor de las minas de la Chinantla, y que yo había de ponerme a su servicio de lo que mandara para esas cosas del oro y comúnmente de otras si había necesidad, de lo cual yo hube no poco enojo porque lo de ser capitán de la Chinantla parecía que se le había olvidado a Cortés al poco de regresarse de Cempoal.

Llegó el final del mes de junio y con él unas lluvias fuertes en un día malo que venía el río crecido, que me enteré finalmente que había llegado el tal Suárez y me requería pasarme a la banda de Tustepeque, lo que yo me negué por estar muy crecido el río, y no nos vimos si no cuando cesaron las lluvias, que fue a los tres días y principios del mes de julio, que sería la primera semana poco más o menos. Y yo pasé el río con unos remeros y Nicolás, que nos encontramos en la margen de Tustepeque con el Suárez por donde daba a la isleta del templo y el castillo de los mésicas.


Ballestero y arcabucero (Dionisio Álvarez Cueto)
Caía la noche ya cuando lo vi y me pareció una persona hebén que venía mal vestida pero con muchos aires, que me dejó claro que yo y mi gente nos habíamos de pasar a Tustepeque porque así se mandaba y requería. Y esto lo decía teniendo detrás a dos españoles, uno con rodela y otro con una ballesta por detrás de él con muy malas intenciones, pero yo y el Nicolás íbamos armados, que de lo que tomemos a los de Narváez él ya iba mejor protegido y armado como el resto de los que estábamos en la Chinantla grande.

En estas que yo apoyé la mano en la empuñadura de la espada, que me vio el gesto el Suárez, y muy picado le respondí que si lo de pasarme a sus órdenes se lo había dicho Cortés o lo decía él, a lo cual me apuntó el ballestero mientras él decía “Yo lo mando”, que alcé la rodela dispuesto a sacar la espada, que hizo otro tanto Nicolás con su adarga y la lanza y el otro español de Suárez ya desenvainó, pero él solo sonrió como conciliador poniéndome la mano en la rodela e dijo “Nadie os va a quitar vuestra capitanía, más me gustaría que me hiciérais la merced, porque en Tustepeque mucho se os necesita”. A lo cual yo respondí que Cortés me había mandado allí al comienzo con las mismas órdenes que a Pizarro que ahora eran las mías como capitoste de la comarca, de no obedecer a español alguno sobre todo en las cosas tocante al oro si él no lo mandaba personalmente, que así era, pero que el mando de la comarca toda lo teníamos yo y mi gente, y que no íbamos a pasarnos a donde estaban los mésicas porque las minas buenas estaban donde nosotros, que se pasara él luego de unos días a verlas y se las enseñábamos. Esto le gustó más, y bajó la ballesta el otro un poco que no debió, porque desde el castillo nos pegaron una ruciada gruesa de flechas los mésicas que nadie la esperábamos, que mató al ballestero en un instante e hirió en el muslo al Suárez, que nosotros nos salvamos de milagro por estar detrás dellos.

En Tustepeque se escuchaba muy grande grita de los indios y los españoles, y aún algún disparo de escopeta suelto, que en girándonos vimos a unos mésicas guerreros que nos cargaban bajando desde el fuerte, y nos tiraban sus venablos, que nos cubrimos como pudimos, pero al Suárez le mataron pasándole dos dellos por los pechos que se acabó allí mesmo, y Nicolás tiraba del cadáver del ballestero hacia la barca nuestra que yo no sabía por qué, pero luego supe que era para ganar su ballesta y sus arreos, que llevaba encima la pata de cabra, el cepillo y una ingijuela para hacer saetas, de la que habríamos gran provecho.

Y nos cargaron como decía, mirándonos el otro rodelero que no supo que hacer, siendo bisoña la gente de Narváez huyó en dirección a Tustepeque dejándonos solos, mientras Nicolás subía el cuerpo a la barca y comenzaban a remar, y yo me tuve que defender un momento de dos indios al mismo tiempo, uno con una lanza y otro con una espada de navajas que se le hizo pedazos a los tres golpes, más hiriéndome un trozo de obsidiana en la mano de la espada que me dio un corte, pero no la solté. A este le pasé de una estocada de parte a parte, a pesar del escaupil, de la fuerza con la que se me venía encima, y el otro lo tiré por tierra de un golpe en la cara con la rodela. Un tercero que venía detrás lo acabó Nicolás de un saetazo que le tiró de la ballesta y le dio donde el corazón que se murió al momento.


Un cuachic, un sacerdote combatiente y un guerrero de la Triple Alianza (Angus McBride) 


Caían más flechas que nos mataron a uno de los remeros, y yo pasé a la barca finalmente tomando el remo yo mesmo mientras Nicolás nos cubría embrazando mi rodela con un brazo y poniendo la adarga sobre mi espalda con el tiracol, que remamos a todo lo que pudimos hasta que ya las flechas no nos llegaban de la distancia a las que las tiraban, más aún se nos murió otro indio remero que era un chinanteco muy bueno y honesto que su mujer lloró mucho al verlo pasado a flechazos como un San Sebastián.

Llegamos a la otra orilla y tiramos de la barca, recelando que nos hubieran seguido los mésicas que no lo hicieron, pero supimos muy bien por qué. Al otro lado del río, vimos entre gritos como quemaban los aposentos de los españoles y los mataban conforme salían, con los gritos de algunas mujeres que las estaban forzando antes de matarlas. Y aún vimos como subían al templo con las teas encendidas que se veían, a algunos españoles que habían capturado, y el primero dellos lo tiraba de los pelos una mujer pública de las suyas con mucha furia que así lo subió mientras los guerreros se reían, hasta que le agarraron y el sacerdote le sacó del pecho el corazón como ellos suelen, mientras él gritaba diciendo “Dios mío, Dios mío, que me han de acabar”, e luego como a otros cortaron su cabeza y decoraron con ella y otros arreos, armas y vestidos de los españoles su templo, que desde ese momento comenzó para nosotros la guerra sin cuartel.


David Nievas Muñoz es licenciado en Historia por la Universidad de Granada y máster en "La Monarquía Católica, el siglo de Oro Español y la Europa Barroca", además de asesor histórico de proyectos como la Recreación de la Paz de las Alpujarras, la obra pictórica del artista Augusto Ferrer-Dalmau y un cómic sobre la Batalla de Pavía de Cascaborra Ediciones. Asimismo, es creador del grupo de Facebook La Conquista de México y trabaja como guía turístico en Granada.

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