Crónica de Hernando de Barrientos (VII)


Capítulo VII – De cómo dimos batalla por el camino a unas caballerías e indios totonacos que tenía a su servicio el Narváez como avanzada. E de cómo llegamos luego a donde se dio la batalla donde se le prendió, tarde de un día, y de las cosas que pasaron y se mandaron luego de eso de vuelta a la Chinantla.
Marchábamos hacia el norte para llegar a tierras de los totonacos, pasando unos malos días en las sierras tan fragosas que tiene la Oaxaca toda, pero con buen ánimo y sin desfallecer. Desta suerte dormíamos poco y caminábamos mucho, pues Cortés había dicho que sobre el día veintiséis del mes de mayo debíamos estar en donde el Narváez para dar batalla, que estaba al lado de la gran Cempoala pero fuera de la plaza grande donde tenían sus templos e palacios.
Al cabo de una semana de marcha tuvimos que descansar un día entero al llegar finalmente al llano, pues hallamos un río del que poder abastecernos de agua, y la gente venía ya fatigada y estábamos próximos al enemigo y entrando en tierras de totonacas, por lo que habíamos de estar más descansados para el pelear, aunque yo no quise que pararan y discutí un tanto con el Águila de Sangre, aunque me hizo entrar en razón porque la gente de guerra de la Chinantla era más bisoña y no acostumbrada a pasar aquellas penalidades como ellos.
Seguimos los valles hacia Cempoal, mandando por delante a algunos texcaltecas para que hicieran de avanzada y exploraran por delante dando la alerta si veían al enemigo soplando una concha. Y fue que comenzó a llover en toda la tierra de los totonacas como si cayeran cántaros del cielo, que así se estuvo por varios días y era muy molesto y pesado avanzar por la tierra enfangada y suelta propia de zona tan boscosa.
Al tercer día escuchamos la caracola de aviso, que estábamos a una jornada de Cempoala, y bajo la lluvia que sería mediodía, en un claro que había en la linde del bosque con un pueblo, cuyas gentes huyeron al vernos a todo correr, aún los ancianos y las madres llevando a sus niños, formamos el escuadrón como habíamos practicando tantas veces. Y era cosa de ver como el Nohite se hacía de respetar y mandaba como sargento mayor escuadronando a su gente y diciéndoles palabras de ánimo, mientras Pizarro que no sabía la parla se quedó callando mirando la evolución y yo me adelantaba como buen capitán a ver lo que había con la lanza en la mano y un crío chico que se llamaba Ojos de Pedernal, que era el hijo pequeño del cacique Tucán de la Chinantla alta y era mi paje de rodela, sujetándola y armado con una daga chica de cobre de mango muy bueno, que me miraba como nervioso.

Guerreros tlaxcaltecas (Angus McBride)
Escuchábamos la lluvia caer sobre las hojas de las plantas grandes que es cosa de mucho atronar en estos bosques, cayéndonos a caballero el agua que parecía que nos había de lavar de allí como riada, aguardando a que regresaran los de Texcala. Y a estos vimos a tres de los cuatro que habían salido, que uno creíamos que había muerto pero nada más se escondió en un sitio para que no le mataran que luego le hallamos. Y venían a todo correr, dando gritas muchas, como para darnos aviso, por el camino del bosque que iba para Cempoal.
Detrás dellos venían al galope siete jinetes que no eran de los nuestros, con sus lanzas, adargas y espadas, buscando alancear a los de Texcala por la espalda que ellos eran más ágiles y se lo estorbaban en el bosque, pero que en llegando al llano parecía que les iban a matar. Entonces el Águila de Sangre les gritó algo en nahual y se tiraron al suelo de golpe, que yo le entendí la intención y mandé a que les dieran una descarga los arqueros tirando en parábola en su dirección. Y ellos animados se adelantaron y tiraron sus flechas con tanta suerte que mataron pasándole la garganta a uno de los jinetes e hirieron a otro de los caballos en el lomo que se encabritó.
Se quedaron atónitos los enemigos cuando nos vieron en el campo con tan buen orden y las picas, y regresaron sobre sus pasos que creíamos que la batalla había terminado, pero con tanta priesa que se dejaron al compañero muerto y su caballo por allí, lo cual nos pareció extraño. Y en estas volvieron los texcaltecas que no les habían dado las flechas de milagro, que uno llevaba en el escudo más de tres, y uno dellos tirando del bocado del caballo para que caminara con él, con el cadáver todavía colgando del español que no se terminaba de caer por que quedó apoyado hacia atrás en la silla, muy contentos por haber obtenido aquella muerte y trofeo.
Mas no era todo lo que había de suceder, por que los nuestros hobieron de callar sus gritos de victoria al ver como venían sobre nosotros una gente numerosa que salió del bosque, que resultaron ser guerreros totonacos con uno de sus capitanes, que traían gente de guerra por mandato del cacique Teudile, el gordo, que luego supimos que era presa del Narváez hasta que no le liberaron y hacía todo lo que él le decía porque no era hombre de mucha valentía. Era gente de a pie la mayor parte dellos con lanzas y escudos, otros con espadas como las de los mésicas con navajas de obsidiana por filos, dardos para lanzar y algunos arqueros, que serían unos quinientos poco más o menos. Y delante, por detrás dellos y a los lados los jinetes incluido el que tenía el caballo herido, dándoles como órdenes en totonaco con palabras muy sencillas el que las sabía e otros en castellano, que de los totonacas ya sabía alguno por la vecindad que tenían con la gente de la Villa Rica de Veracruz y lo mucho que se visitaban.

En combate (James E. MacConnell)

Dieron gran grita tocando sus caracolas y tambores como para asustarnos, pero nosotros mandamos marchar un poco más adelante, que vieron que éramos muchos más que ellos, de lo que tomaron espanto y algunos castellanos herían por detrás a algunos cobardes que se querían huir sin pelear, pues como a dije los totonacos no son gente de mucho batallar. Los nuestros dieron el apellido, que era el de “¡Viva el rey!, ¡Chinantla por el rey Carlos!” antes de largarles buenos flechazos que ya les enfurecieron. Y era cosa de ver como las flechas de cobre atravesaban el algodón y el carrizo de los escudos como si fueran de hierro, que quedaron heridos muchos y muertos no menos de doce con la primera descarga. Tras esto, se enfurecieron en su ánimo los totonacos creyendo que con las caballerías tenían ventaja, por lo cual nos tiraron sus flechas y venablos acercándose para reñir. Y de la lluvia de flechas que nos dejó a algún herido y solo tres muertos, hobimos gran defensa por las pavesinas de los lanceros, que se agachaban tras ellas subiendo el brazo y paraban las más de las flechas que eran al fuego o con punta de pedernal u obsidiana. 

Me metí yo en el escuadrón pero en la primera fila para excusar daños, al lado del Águila de Sangre que me miró un momento sonriendo, antes de dar una corta carrera y lanzar su venablo con la pieza que tienen para tirarlo más derecho y fuerte, que pasó de parte a parte a un totonaco de los más atrevidos en la carga, y luego retrocedió tomando su espada de navajas y gritando el apellido de Texcala con los suyos, que se nos venían encima los totonacos con mucho ánimo y ganas de nos acabar.

Fue entonces que alcé el brazo y se tocó la caracola como estaba mandando, calándose las picas con las de cobre delante para que hicieran más daño, que fueron a ensartarse muchos totonacos empujados por sus compañeros de atrás que querían reñir. E aún nos dieron carga algunos de los jinetes a pesar de que uno se cayó al suelo por el mucho barro, y unos chinantecos le alancearon a él y a al caballo pasándole con las moharras de las picas por allí donde no tenía armadura, que murió dando gran grita y espantando al resto.

Tlaxcaltecas en batalla
Algunos totonacos se nos querían meter entre las picas apartándolas con los escudos, más algunos encontraban detrás más picas para estorbárselo de las filas más traseras, y de los más valientes dimos cuenta a estocadas yo parándoles con la rodela que ya la tenía yo embrazada, y el Águila de Sangre dando muchas muertes con gran agilidad usando su espada y su rodela, que tomé yo ánimo imitándole y con él Escalona el Mozo, que le quitó al muerto del suelo la adarga para cubrirse y peleó con nosotros como bueno, más atreviéndose más de lo necesario en su mocedad que le dieron un corte sobre la ceja que le hizo meterse de nuevo entre los piqueros, peleando donde estaba el Nohite y otros capitanes de los suyos que hicieron mucho y bueno con sus escudos y sus espadas de cobre.
Mandé yo avanzar por darles acometida e hicieron los chinantecos bote de pica como estaba mandado y entrenado, dándoles la sorpresa de aquella evolución que mató o hirió a muchos de que venían por detrás, y aún a otro de los españoles a caballo que ya solo quedaban tres. Y los nuestros ganaron mucho ánimo por la matanza que estaban haciendo, así como de flecheros algunos que les tiraban a terrero y muy de cerca a los totonacos haciéndoles mucho daño. E al final, quiso Dios que se me viniera a las manos el oficial principal de los suyos, que me acometió dos veces con su espada de navajas y yo se las paré, rompiéndosele muchas de las navajas, que yo primero le herí en la pierna pasándole el escaupil que llevaba y una vez caído de rodillas, le empujé con la rodela al suelo y echándome encima le corté el pescuezo con la daga, tratando de recuperar la espada mientras él se moría de la sangre que echaba del cuello pero sin dejar de menearse como pez fuera del agua.
Fue entonces cuando sentí el resuello del caballo y viendo que me salí de la fila me cargó uno de los castellanos que parecía el principal, que me tuve que apartar del totonaco y de mi arma, haciendo reparo con la rodela pero dándome él una puntada tan grande que me la abolló y me tiró al suelo de nuevo porque me resbalé, a lo que a pesar de las picas él creía que me tenía muy a su merced, que me iba a dar una lanzada cuando estaba de espaldas al suelo. Y entonces fue cuando el Águila de Sangre voló como si águila fuera dando un salto grande y descargando un golpe con tanta precisión al jinete que le cortó el brazo por donde no tenía guantelete, que se le cayó la lanza y el ánimo, mientras echaba sangre como loco y el caballo revuelto, que ambos murieron pasados a golpes de pica de los chinantecos que mandaba Nohite volver a hacer el bote de pica para me socorrer, que se llegó a mi luego para ayudarme a alzar y el pajecico mío me había recuperado de la pierna del totonaco la espada que me la daba.

Ya huían los totonacos tras tan grande matanza, sin que sirviera lo que le decían los españoles, que de estos murió otro pasado a muchos flechazos cuando quería huir, pues este no llevaba más peto que un escaupil, y el último dellos escapó a todo trotar como ánima que lleva al diablo, con lo que quedamos vencedores y dueños del campo de batalla, que hubo gran grita y celebración de los nuestros que habían peleado como buenos.
De los totonacos no hicimos prisioneros porque yo no lo consentí, pues nos habían de retrasar marchando a Cempoal, así que remataron a los que todavía quedaban heridos pero con vida, de suerte que haciendo rápida la cuenta les habíamos matado dos cientos dellos y unos pocos más, que habían sido casi la mitad. De los españoles que les mandaban murieron todos los caballos de sus heridas, menos el del primer jinete, y les quitamos sus armas todas para tenerlas nosotros mejores, que de esa suerte gané para mi una adarga, una rodela buena con una espada que le di al Águila de Sangre, el Mozo armándose mejor con piezas de las armaduras y por escudo la adarga, y del resto di algunas armas a los oficiales chinantecos más uno de los escudos que era rodela se lo quedó el Pizarro, que venía sin él desde Cuba. Desta suerte era cosa de ver como quedó el Nohite con una cota que le estaba algo justa como defensa y los guanteletes que no me los quise para mí porque el hombre tenía las manos más grandes que yo y no me estaban bien, que a él si por ser tan alto.

Se cayó la noche haciendo el recuento de los heridos nuestros y atendiéndoles, así como tomando descanso tras la pelea para marchar de seguido, que quise hacerlo de noche. Y yo me quedé con el caballo del muerto y su lanza, que no sabía todavía su nombre pero que era mía ahora la llamé Tadea como una tía mía que vivía en Burgos, pues al igual que ella era yegua trotona y nerviosa al caminar. Hacía mucho que yo no montaba a caballo como mi padre me enseñara, pero desta manera y mucho más gallardo fui a su frente, y para no retrasarnos dejamos a los totonacos sin enterrar como a modo de advertencia, pensando que ya se encargarían las gentes del pueblo cuando volvieran a él.

Seguimos caminando toda la noche sin descanso pasando a la vera de Cempoal, que podían verse sus maizales y sus templos grandes, derechos a donde escuchamos ruidos de cañonazos y tiros de escopeta en lo lejano. Más con el retraso que llevábamos de pelear con los totonacos y los jinetes, llegamos a las primeras horas de la mañana a los templillos donde tenía Narváez su real.

Sitio arqueológico de Cempoala visto desde lo alto de un templo, una posición similar a la que tuvo Pánfilo de Narváez (dominio público en Wikimedia Commons)

Allí vimos a la gente de Cortés vigilando como prisioneros a muchos españoles sentados en el barro que los habían desarmado, y como otros que no conocíamos tenían sus armas pero hablaban con los de Cortés como si fueran sus amigos. Muertos no había muchos, si no algunos de Tlaxcala y castellanos pocos gracias a Dios. Y para darnos a conocer como amigos, que ellos solo veían indios y uno de a caballo, para que no pensasen que éramos de esa avanzada del Narváez a los que habíamos dado muerte, tocamos tambores y caracolas entrando en este real en buena ordenanza, con dos piqueros y entre ellos un arquero para mejor lucirnos, gritando los vivas al rey y lo de Chinantla por el rey Carlos, a lo que añadí el nombre de Cortés para hacerme el leal y ellos lo repitieron.
Se vino en mi dirección Gonzalo de Sandoval que iba a pie y no en su caballo, y me vio a mi en el mío tan armado y gallardo que sonrió y me cogió la brida y acarició al animal. Algunos españoles habían tomado armas y armaduras a los de Narváez, como nosotros, pero luego mandaría Cortés que la mayoría se las retornasen, salvo a algunos capitanes y gente destacada para no hacerles mucho desafuero, además de hacer unas capitanías para poblar el Pánuco y otras tierras, porque a lo que supe muchos de los del bando de Narváez se pasaban a los nuestros convencidos por el oro y la rápida victoria.
Me enteré allí de como había acaescido y es que durante la noche lluviosa y aprovechando que ellos tenían cóbijas en las escopetas y tapados de cera los oídos de los cañones, les dieron carga a la pica calada tomándoles tres templos donde se habían guarnecido los más leales, de modo que les hicieron las picas mucho bien, y de caballos no hubieron temor porque antes unos traidores del Narváez les habían cortado las cinchas y quitado las sillas aquella mesma noche. La pelea duró poco, y saliendo el Narváez de la capilla del templo con su montante, su cota y su capacete, se defendió con los suyos unos momentos nada más floreando la gran espada y apartando picas, hasta que uno de los nuestros que se llama Pedro Sánchez Farfán, que venía con su mujer María de Estrada de suerte que le dio un picazo que le saltó el ojo y lo perdió, que cayó al suelo e sin conoscimiento el Narváez, e los suyos se rindieron poco después tras hacerles algunos muertos pasándoles con las picas.

Narváez, tuerto, ante Cortés (anónimo, 1776)
Nos pareció cosa a maravilla como ellos siendo tan pocos habían quebrado al Narváez que tanta gente y tan bien armada traían. De esto que me llevaron donde estaban Cortés y otros capitanes, por que yo ya era como de los suyos, y vi que sacaron a rastras a Narváez que todavía tenía la cota puesta, sin el ojo y la sangre seca que le había caído del, que le llevaron ante nuestro capitán general y le dijo que debía estar muy orgulloso de haberle vencido y tomado su persona, llevando él a la tierra como tenía a tanta gente y tan bien armada, a lo que Cortés repuso que lo menos que había hecho en aquella tierra era prenderle y desbaratarle, de lo que todos sonreímos al ser esta grande verdad. Luego mandó a dos soldados leales que se llevaran a Narváez y a sus más acérrimos seguidores para meterlos presos en la Villa Rica de Veracruz.
Y entonces se vino a donde yo estaba y me acompañó hablándome como a camarada viendo a la gente que traía de Chinantla tan bien armada y con buena ordenanza, que yo le di relación de lo que no sabía y como habíamos vencido el día de antes a unos jinetes de Narváez y a muchos totonacos, que aquí exageré los que eran. De estas supe que el cacique gordo estaba vivo pero herido por la refriega, y había pedido a Cortés piedad, justificándose por ser prisionero de su enemigo, y que Cortés en adelante aunque hizo como que le perdonaba le tuvo como a poca cosa, que aún dejó que algunos de los soldados que iban al Pánuco se entraran en Cempoal para castigar a los que supo de capitanes y guerreros suyos que habían peleado o seguido las órdenes del Narváez, que a muchos los mataron y a otros los maltrataron harto, dejando encargo a los de Villa Rica que tuvieran vigilados a los totonacos y les dieran algo de recompensa pasado un tiempo del oro y las cosas que de Temixtitán traía, para hacerles saber que íbamos a recompensar su obediencia pero no su traición.
Le hablé durante un rato largo de la Chinantla y la Oaxaca toda, que le interesó sobremanera por sus riquezas e luego supe que ambicionaba tener aquel territorio como su encomienda, de lo que de momento no me dijo nada para que no le fuera a hacer traiciones. Le dije que la gente de la Chinantla nos era leal pero que recelaba de los de Tustepeque, y que me habían tomado como su capitán a lo cual me dijo “lo sois”, como confirmando que ya no era soldado y en adelante me habían de tratar los españoles como al capitán Barrientos, que algunos incluso me decían caballero.
Matanza del Templo Mayor (José Redondo)
Y en estas llegó un mensajero de los de Texcala que habían mandado como solían turnándose en las carreras, que hacía un tiempo que Pedro de Alvarado se había ido sobre los pipiltines y la nobleza mésica en Temixtitán, que celebraban una fiesta con unos bailes en Tlatelulco, que les mató a muchos estando ellos desarmados y rodeados, por que temía una celada de los mésicas en ausencia de Cortés que se rumoreaba que los nobles se habían de juntar para escoger de entre ellos otro vocero mayor y desta suerte destronar al Muctezuma que seguía preso. Y que a resultas desto varios de los que habían sobrevivido a la matanza, de entre ellos dos muy destacados de la familia del Muctezuma que eran Cuitlahua y Guatemuz habían levantado a la gente en la capital y ahora el palacio de Axayacata se veía asediado y asaltado por todos los lados como plaza fuerte. Y con estas malas nuevas Cortés tomó mucho enojo y aún lo escuchamos diciendo malas palabras de Alvarado.

Finalmente, convocó a sus capitanes y a mí me despachó antes diciéndome que me volviera a la Chinantla, que él mandaría gente cuando pudiera de españoles para socorrerme, y que algunos de los de Narváez tenían ganas de venirse a la Chinantla con nosotros, que los dejara aposentados si me placía, más que tuviera cuidado con los de Tustepeque y su amistad. Y de estos asuntos quedaba yo mandado como capitán de la Chinantla toda y que me había de regresar a ella presto para que no la tomaran los mésicas aprovechando que no estábamos. A lo cual yo di las gracias a Cortés y me fui para los míos, de suerte que volví al escuadrón vi que Escalona el Mozo sostenía por el cuello del jubón y tirando a rastras del a Cervantes el Chocarrero, que se había pasado a Narváez con tanta desvergüenza y lo habían hallado vivo y dado de palos los de Cortés que venía ya muy maltratado con un ojo hinchado.
Se abrazó a mi pierna pidiendo clemencia y diciendo que como Cortés había aceptado a la gente de Narváez con los suyos, me tomara a mí en adelante como su sirviente, criado o correveidile, más que no le mandara matar que habría de serme leal y lo juraba por sus muertos llorando mucho. Y a mí me pareció patética criatura, pensando que sería mejor dejarle vivir y rebajarle a aquel estado de sirviente que matarle, lo cual para él sería un alivio, aunque su ánima de seguro había de ir al infierno. Y le quitamos las armas que tenía dejándole solo un cuchillo para que lo usara para comer, que la espada se la dimos al Nohite más no la quiso por no saberla manejar tan bien como la suya de cobre que le había hecho tan buen servicio, que al final se la dimos al sargento de Águila de Sangre el del estandarte de la Mariposa, que se llamaba Dos Pedernal y que en la lucha había reñido también como bueno, así como la rodela que era también del Chocarrero que quedó como dije desarmado.
Antes de irnos, me pidió venia el Pizarro con pocas palabras para quedarse con Cortés y regresar con él a Temixtitán, pues sabiendo que le tenía en estima siendo primo suyo y no queriéndose regresar a la Chinantla ya sabiendo que el capitán iba a serlo yo de los españoles y de la gente toda, a lo cual yo le dije que si, más antes de marchar le dije que se acordara de que allí todos servíamos al rey y que lo que hicimos en su momento fue para bien de todos, no solo del mío, a lo cual escupió como si se le diera un ardite y se alejó dando grandes zancadas que me quedó claro que me había tomado odio y malquerencia, a lo cual mejor tenerlo lejos que cerca donde me pudiera matar mientras dormía.
Y sin esperar más, tras comer y cargar a los tamemes con más viandas para la vuelta, comenzamos a regresarnos por la tarde y descansamos una noche cerca de donde dimos la batalla con los totonacos, al cabo de la cual y más repuestos hicimos el camino de regreso hacia la Chinantla.

David Nievas Muñoz es licenciado en Historia por la Universidad de Granada y máster en "La Monarquía Católica, el siglo de Oro Español y la Europa Barroca", además de asesor histórico de proyectos como la Recreación de la Paz de las Alpujarras, la obra pictórica del artista Augusto Ferrer-Dalmau y un cómic sobre la Batalla de Pavía de Cascaborra Ediciones. Asimismo, es creador del grupo de Facebook La Conquista de México y trabaja como guía turístico en Granada.

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